lunes, 25 de enero de 2010

PREDICA DEL APÓSTOL: lujuria,castidad,pudor


19
Elogio del pudor
5. La predicación del pudor
El Apóstol, contra la lujuria,
predica la castidad
Corinto, ciudad griega próxima a Atenas, se abría al
mar por dos puertos, uno al Egeo y otro al Adriático. La
ciudad estaba dominada por el acrocorinto, una gran roca
escarpada sobre la que se alzaba la acrópolis, y en ella el
espléndido templo de Afrodita, diosa del amor –la Venus
romana–, templo servido por prostitutas sagradas. Poblada
la ciudad por gentes de diversas nacionalidades,
era un centro de cultura y de comercio, de riqueza y de
vicios, célebre entre las ciudades griegas por la degradación
moral de sus costumbres.
En este ambiente moral corrompido habían nacido los
cristianos corintios, recién conversos, y por lo que dice
San Pablo, el fundador de aquella Iglesia local, todavía
perduraban entre ellos con demasiada frecuencia los viejos
vicios: «es ya público que reina entre vosotros la fornicación
» (1Cor 5,1).
El Apóstol, por supuesto, no aprecia la impudicia de los
corintios como un valor, ni la considera tampoco como
un dato social inevitable. Por el contrario, con todo amor,
firmeza y esperanza, ilumina aquella situación moral tenebrosa
del único modo posible: con la luz de la Palabra
divina. ¿Cómo podrán ser iluminadas las tinieblas si no se
les da la luz? ¿Hay acaso algún otro medio?
San Pablo, en su primera carta a los Corintios, les llama
con insistencia a la castidad, queriendo apartarlos de
la fornicación generalizada y del impudor que necesariamente
lleva ésta consigo. Y para ello emplea varios argumentos
de gran fuerza. Les dice:
–Renováos en Cristo, el hombre nuevo. «Despojáos de la
vieja levadura, para ser una masa nueva... Celebremos nuestra
Pascua no con la vieja levadura de la malicia y la perversidad,
sino con los panes sin levadura de la pureza y la
verdad» (1Cor 6,7-8).
–Sois miembros de Cristo. «El cuerpo no es para la fornicación,
sino para el Señor, y el Señor es para el cuerpo... ¿No
sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?
¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos
miembros de una prostituta? De ninguna manera... El que se
une al Señor se hace un solo espíritu con él. Huid de la
fornicación» (6.15-18).
–Sois templos del Espíritu Santo. «¿O es que no sabéis
que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está
en vosotros, y que habéis recibido de Dios?. No os pertenecéis,
pues habéis sido comprados ¡y a qué precio! Glorificad,
pues, a Dios en vuestros cuerpos» (6,19-20).
–Temed el castigo divino contra la lujuria. «No os engañéis:
ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los
afeminados, ni los sodomitas... poseerán el reino de Dios. Y
algunos de vosotros esto érais. Pero habéis sido lavados,
habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre
del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios»
(6,9-11). «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu
de Dios habita en vosotros? Si alguno profana el templo
de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo,
y ese templo sois vosotros» (3,16-17).
Pues bien, hoy son muchas las Iglesias particulares de
Occidente que viven en Corinto. Y en esas Iglesias son
muchísimos los cristianos corintios que, con sus conciudadanos
paganos, dan también culto a Venus y a las
riquezas, aunque sea en una forma más atenuada.
Pero a diferencia de los corintios de San Pablo, estos
cristianos corintios de hoy, apenas tienen conciencia muchas
veces de su pecado, con el que quizá desde niños
están ya connaturalizados. Y por eso permanecen en él,
porque casi nunca les llega sobre este tema la luz de la
Palabra divina, la única que podría sacarles de sus tinieblas
miserables.
¿Y cómo apreciarán el valor del pudor y de la castidad
si apenas lo conocen? ¿Y cómo lo conocerán y lo vivirán
si no se les predica?... «El justo vive de la fe... Y la fe es
por la predicación» (+Rm 1,17; 10,14-17).
¿Por qué hoy apenas se predica
el pudor y la castidad?
Se diría que cuanto más abunda en una Iglesia un mal
concreto, con más insistencia ha de ofrecerse allí la medicina
adecuada, que en estos casos, como en todos, es la
Palabra divina. ¿Cómo es posible, entonces, que estando
tantas veces hoy el pueblo cristiano enfermo
de lujuria casi nunca se le predique la castidad y el
pudor?
La pregunta, en cierto modo, no está bien planteada. Es
al revés. La falta de predicación del Evangelio de la
castidad es la causa mayor de la abundancia de la lujuria
y del impudor en el pueblo cristiano y en el mundo pagano.
El apagamiento de la luz evangélica del pudor y de la
castidad es la causa principal de que las tinieblas de la
lujuria se hayan difundido tanto en los últimos cincuenta
años, apoderándose de modas y costumbres, del cine y
de la televisión, de internet, de la prensa y de los espectáculos,
de las costumbres de jóvenes, novios y casados, de
la publicidad comercial y de todo. Cuando un lugar se
queda a oscuras, atribuímos esa oscuridad total o parcial
a que total o parcialmente se ha apagado la luz. ¿No es
ésa la causa principal de la oscuridad?
Pero volvamos a la pregunta inicial: ¿por qué hoy apenas
se predica la verdad católica sobre el pudor y la castidad?
Yo creo que las razones principales son las que
siguen.
Porque se estima que es o era
una doctrina falsa
Está claro: no se predica aquello en lo que no se
cree. No sería honrado. En ciertas Iglesias locales, en
efecto, son muchos los pastores y predicadores que silencian
la doctrina católica sobre la castidad y el pudor porque
se avergüenzan de ella, porque creen que es o era
errónea. Estiman que es en nuestro tiempo cuando hemos
dado con la verdad en estos temas, mientras que
nuestros hermanos cristianos antepasados –Clemente,
20

Cipriano, Atanasio, Francisco, Pablo de la Cruz, Antonio
María Claret, etc.–, no tan antiguos o incluso actuales –
Tanquerey, Royo Marín, Juan Pablo II, etc.– estaban o
están afectados por una visión morbosa del cuerpo, y en
general de todo lo humano, mundano y terreno.
Los que así piensan andan errados.
Por temor a la cruz
No se predica la castidad y el pudor porque se teme
que tal predicación traiga persecución y cruz. En este
supuesto, el predicador –crea o no crea en la verdad del
pudor cristiano–, calla sobre el tema porque tiene miedo
a la cruz que pueda sobrevenir a causa de su predicación.
La predicación del Evangelio del pudor hoy, estando el
impudor tan arraigado en el mundo y en buena parte del
pueblo cristiano, no puede hacerse sin que traiga, sin duda,
no pequeñas cruces. Estas cruces caerán en primer lugar
sobre el predicador; pero también, y grandes, sobre
los cristianos que quieran vivir ese Evangelio fielmente.
Si los cristianos reciben ese Evangelio tendrán muchas
veces que entrar en confrontación con las costumbres
del mundo, o habrán de marginarse de ellas en mayor o
menor medida. Y todo esto puede ser a veces sumamente
penoso.
Por miedo a desprestigiar a la Iglesia
La razón que acabamos de señalar, el miedo a la cruz,
puede tener una versión menos tosca, pero en cierto modo
aún peor. Se silencia el Evangelio del pudor, aun en el
supuesto de que se crea en él, para evitar que por su
causa la Iglesia sea más despreciada o perseguida
por el mundo de nuestro tiempo: «no ocasionemos la
aversión a la Iglesia por una causa moral que, después de
todo, tiene una importancia secundaria».
Hoy son muchos los que, avergonzándose abiertamente
de las enseñanzas bíblicas y tradicionales acerca del pudor
–tan humildes, tan realistas, tan verdaderas–, no solamente
las silencian, sino que con un celo propio de conversos, se
empeñan incluso en combatirlas y hacerlas olvidar, con la
«sana» intención de liberar a la Iglesia de un pasado doctrinal
tan lamentable, que la desprestigia y que colabora a hacerla
increíble al hombre actual.
El planteamiento será quizá bienintencionado, pero es
falso. Si Juan Bautista, si Jesucristo, si Esteban, si los
Apóstoles hubieran seguido esa lógica funesta –ante todo
y sobre todo, evitar a la Iglesia la persecución del
mundo–, ni siquiera hubiera llegado a nacer la Iglesia.
En efecto, si se hubiera aplicado la lógica de esos pensamientos,
no habría sido plantado en el mundo el árbol
de la Cruz, y ciertamente no habría sido regado con la
sangre de Cristo y de todos sus discípulos mártires, ni
hubiera dado frutos maravillosos de salvación para todos
los pueblos. Avergonzarse de la cruz de Cristo es algo
diabólico. Es lo que probablemente motivó la traición de
Judas.
También Simón Pedro se avergüenza en un principio de la
cruz del Maestro, pero se arrepiente luego. La primera vez
que Jesús anuncia a los discípulos que va a «ser reprobado
» por todos y que incluso va a ser «entregado a la muerte
», «Pedro, asiéndole, comenzó a increparle: “¡no quiera
Dios, Señor, que esto suceda!”. Pero él, volviéndose, dijo a
Pedro: “¡apártate de mí vista, Satanás! Eres para mí un obstáculo,
porque tus pensamientos no son los de Dios, sino
los de los hombres». Y seguidamente «dijo Jesús a sus discípulos:
el que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí
mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que
quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a
causa de mí, la salvará» (Mt 16,21-25; +Mc 8,31-35; Lc 9,22-
24; Jn 12,24-25).
Por otras varias razones falsas
Otros razonamientos y cálculos, relacionados con los
ya señalados, y también falsos, explican igualmente el
silenciamiento del Evangelio del pudor.
—«Estando los hombres tan alejados del Evangelio,
prediquémosles las virtudes fundamentales, las
más urgentes, y no estas otras, como el pudor, que
son mucho menos importantes».
Es cierto que la predicación de las grandes verdades
de la fe –la Trinidad, Cristo, el Cuerpo místico, la
inhabitación del Espíritu Santo, el bautismo, la esperanza
de la vida eterna, etc.–, han de llevar la primacía en la
evangelización. Sin ella, las consecuencias morales, entre
ellas el pudor, no son inteligibles ni viables. Pero estas
consecuencias morales deben ser predicadas también,
como lo hace el Apóstol.
Su carta a los Romanos puede servirnos de ejemplo en
esto: él denuncia breve y contundentemente el mal del mundo,
también y con insistencia la lujuria (1-2), y pasa a anunciar
ampliamente la salvación por la gracia de Cristo (3-16).
Es cierto, sí, que, entre todas las virtudes morales, la
virtud de la templanza, a la que pertenecen la castidad
y el pudor, es la menos alta: es el primer peldaño
en la escala de la perfección espiritual. Pero si los fieles
cristianos, careciendo de la necesaria ayuda de la Palabra
divina, no son capaces de superar ese primer peldaño,
se ven impedidos ya desde el principio para ir más
arriba en su ascensión espiritual.
Por eso mismo, pues, porque pudor y castidad están
entre las virtudes más elementales, por eso es preciso
predicarlas con fuerza a los cristianos, sobre todo a los
principiantes, que son todavía carnales (1Cor 3,1-3). Y
así lo hacía el Apóstol. Solamente así superarán con la
gracia de Dios el culto al cuerpo, y quedarán abiertos y
dispuestos a gracias mucho más altas.
Sin salir de Egipto, no hay modo de entrar en el desierto,
y menos de llegar a la Tierra prometida. Egipto es el mundo,
y «todo lo que hay en el mundo», codicia de los ojos,
arrogancia orgullosa, avidez de dinero, eso no viene de Dios,
sino del mundo (+1Jn 2,16). Pues bien, el impudor es ante
Dios atrevimiento morboso de la carne y de los ojos, y sin
matarlo, no es posible ir adelante hacia la plena unión de
amor con Él.
—«Guardemos hoy silencio sobre el pudor y la
castidad, pues demasiado se habló ayer de esas virtudes
».
También va errado este argumento. Mal remedio ante
el exceso es la carencia. Si malo es predicar con exceso
acerca del pudor, peor todavía es no predicarlo a los hombres,
ya que sin esa luz no pueden librarse de las tinieblas
de la fornicación.
Por otra parte, no hay que conceder tan fácilmente que en
la historia de la Iglesia la predicación tradicional sobre la
castidad –la de San Pablo, la de los Padres, la de los predicadores
modernos– fue excesiva. Lo habrá sido en ciertas personas
o épocas muy determinadas, y tal exceso se habrá
dado como en tantos otros temas. Pero ni esto desautoriza
en su conjunto la predicación tradicional cristiana sobre la
castidad y el pudor, ni menos aún justifica hoy el
silenciamiento de esos valores evangélicos.
21
Elogio del pudor
En todo caso, más fácil es admitir que en los últimos
siglos la castidad y el pudor con relativa frecuencia se
han predicado mal –con poca luz de fe y a veces con
motivaciones precarias– que en exceso. Pues bien, el
remedio está en predicar bien esos valores evangélicos,
y no en silenciarlos.
—«Quienes hoy incurren en impudor, como ignoran
el pudor, no tienen culpa. No es, por tanto, tan
urgente predicarles el pudor». Respondo por dos vías.
–En primer lugar: la verdad del pudor puede ser
conocida no solo por la revelación sobrenatural, sino
por la misma luz natural de la conciencia humana. Y
además, al menos en Occidente –no digo en una tribu
salvaje– la luz cristiana del pudor, aunque muy atenuada,
luce normalmente lo suficiente como para que a ella puedan
acercarse los que quieren vivir en la luz de la verdad,
es decir, aquellas personas que se relacionan con Dios
por la oración, que están atentas a la Revelación divina,
que se dejan enseñar por el ejemplo de los santos, y en
fin, que no buscan hacer la voluntad propia sino la de
Dios.
No olvidemos aquella enseñanza de Jesús: «todo el que
obra el mal, odia la luz, y no viene a la luz, para que sus obras
no se vean denunciadas. Pero el que obra la verdad, viene a
la luz, para que se manifieste que sus obras están hechas en
Dios» (Jn 3,20-21).
Al menos entre los cristianos, por mucho que vivan en
Corinto, no es tan fácil exonerar de toda culpa el impudor,
tan claramente opuesto a la Voluntad divina, y causa
tan patente de otros pecados de pensamiento o de obra,
palabra o deseo.
–Pero en segundo lugar, téngase en cuenta que el Maligno,
en el asunto del pudor o en cualquier otro, no se
apodera plenamente del hombre hasta que domina
por el error su entendimiento. El Enemigo es el Padre
de la Mentira (Jn 8,44), y no domina del todo sobre el
hombre cuando se apodera solo de su voluntad o de sus
pasiones, sino únicamente cuando se posesiona también
de su entendimiento, haciéndole ver lo malo como bueno
y lo bueno como malo. Entonces es cuando la persona
queda plenamente sujeta al influjo del Maligno.
Por el contrario, mientras la mente guarda el conocimiento
de la verdad moral, siempre es posible la conversión.
La perdición total de la persona se produce cuando
no solo su voluntad está adherida al mal, sino cuando su
entendimiento es adicto a la mentira. En este sentido,
cuando los cristianos aceptan el impudor no solamente
con su voluntad, sino incluso con su juicio moral, pues
aceptan el criterio mundano, pueden tener en su responsabilidad,
según los casos, un atenuante, pero también un
agravante.
El Partido comunista del siglo pasado, en muchos países,
piensa sinceramente que colabora al bien común de la humanidad
eliminando de ella millones y millones de seres humanos
que estiman nocivos. El jefe de una tribu, reuniendo
para sí una o dos docenas de mujeres, puede pensar que lo
que hace viene exigido por su dignidad real. Un cristiano, de
modo semejante, puede pensar que el impudor nada tiene
de malo, y que la desnudez es conforme a la voluntad de
Dios, Creador y Salvador de los hombres.
Pues bien, comunistas, polígamos o cristianos impúdicos,
todos ellos han de ser salvados urgentemente de sus
errores y pecados, en primer lugar, ante todo y sobre
todo, por la predicación de la verdad evangélica.
Por eso Cristo manda a «predicar el Evangelio a toda
criatura» (Mc 16,15), y pide al Padre «santifícalos en la
verdad» (Jn 17,17). Porque sabe bien que solamente «la
verdad nos hace libres» del error, del Maligno y del pecado
(8,32). Eso hace exclamar al Apóstol: «¡ay de mí si no
evangelizara!» (1Cor 9,16). Y ay de nosotros si silenciáramos
el Evangelio del pudor.
—«Dejémosles en su ignorancia del pudor, y no
les creemos problemas de conciencia»
Es curioso. No se piensa así cuando se trata de la injusticia
social y de otras muchas miserias morales. Se desea
entonces sacar de ellas cuanto antes a los hombres, y en
primer lugar por la evangelización, es decir, por la iluminación
de sus mentes y conciencias, haciéndoles conocer
que lo que están haciendo u omitiendo es un crimen.
¿Por qué, en cambio, en lo referente al pudor y a la castidad
se ha de dejar a los paganos, e incluso a los mismos
cristianos, en la ignorancia?
Parece olvidarse que en todo pecado hay un componente
decisivo de error, de engaño, de mentira. En este
sentido dice Santo Tomás: error habet rationem peccati
(De malo q.3, 7c). Sin un error previo del entendimiento,
que, presionado por el mal deseo, acepta ver lo malo como
bueno, es psicológicamente imposible el pecado, el acto
culpable de la voluntad. No es posible que el hombre peque,
no es posible que su voluntad se lance a la posesión
indebida de un objeto o persevere culpablemente en esa
posesión, si su entendimiento no le presenta esto como un
bien.
Por otra parte –y por cierto, la más importante– en
todo pecado hay un engaño del Padre de la Mentira
(Jn 8,43-47). Engaño del Maligno fue el primer pecado de
los hombres (Gén 3), y ésa misma sigue siendo la causa
principal de todo pecado. Luz, hace falta luz, luz clara de
verdad para salir del pecado.
Pecados materiales
y pecados formales
La objeción anterior, aconsejando «dejar a las personas
en la ignorancia, para no gravar sus conciencias», ha de
considerarse también a la luz de una distinción clásica
que siempre ha hecho la moral católica, usando una u
otra terminología. En efecto, la moral cristiana siempre
ha distinguido entre pecados formales, que proceden de
conocimiento y consentimiento plenos, y pecados solamente
materiales, en los que se peca sin conocimiento o
libertad suficientes. Pero siempre ha enseñado también
dos cosas:
1ª, que los pecados materiales, con frecuencia, proceden
de pecados formales y a ellos suelen conducir; y
2ª, que los pecados materiales, por muy irresponsables
que sean, causan terribles daños reales. A los cien millones
de asesinados por el comunismo en el siglo XX les
da lo mismo que el pecado de los comunistas fuera material
o formal: de uno u otro modo, ellos están muertos a
causa del comunismo. A los que se mueren de hambre
les da también más o menos lo mismo que los responsables
de su muerte hayan cometido pecados formales o
solamente materiales. Igualmente, en una u otra alternativa,
la poligamia degrada y envilece a las mujeres que la
padecen, y a los hombres que la practican.
Pues bien, también el impudor, sea o no pecado formal,
causa de hecho gravísimos males en el impúdico y en la
sociedad: vanidad, dureza de corazón, egoísmo,22 embara

zos de adolescentes, relaciones prematrimoniales, masturbaciones,
adulterios, divorcios, malos deseos, dificultad
apenas superable para la oración, disgusto de Dios y
de las cosas de Dios, alejamiento de los sacramentos,
mentiras, escasez de vocaciones sacerdotales y religiosas,
etc. Sencillamente, cualquier mal que se haga crónico
en la persona causa en ella grandes otros males.
El Evangelio del pudor
Sí, es preciso predicar el Evangelio de la castidad y del
pudor, y educar en este espíritu a todos los fieles (+Catecismo
2524). De este modo, como en los primeros siglos
de la Iglesia, la belleza martirial del pudor y de la castidad
será hoy para el mundo uno de los testimonios más eficaces
en favor de Cristo, el Adán nuevo, el formador poderoso
de una nueva humanidad.
Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano ha de vivir en
Babilonia, la ciudad mundana llena de pecado, tal como
la contempla San Juan:
«la Gran Prostituta, que está sentada al borde del océano.
Los reyes de la tierra han fornicado con ella y los habitantes
del mundo se han emborrachado con el vino de su fornicación...
La mujer va vestida de púrpura y escarlata, y enjoyada
con oro, pedrería y perlas. Tiene en la mano una copa de oro
llena hasta el borde de las abominaciones y de las inmundicias
de su fornicación. Y en la frente lleva escrito un nombre
misterioso: “la gran Babilonia, madre de las rameras y de las
fornicaciones de la tierra”. Y vi que la mujer estaba borracha
de la sangre de los mártires de Jesús» (Apoc 17,1-6).
Sí, hoy gran parte del pueblo cristiano vive habitualmente
en Babilonia, o si se prefiere en Corinto, ciudad
presidida por el magnífico templo dedicado a Venus. Y
por eso mismo, para que el pueblo fiel no se pierda, ha de
ser iluminado y fortalecido constantemente por la Palabra
divina, la única que transmite al Espíritu Santo, que es
a un tiempo luz de conocimiento verdadero y fuego de
vida y de libertad:
«Habéis de ser irreprochables y puros, hijos de Dios sin
mancha, en medio de esta generación extraviada y perversa,
dentro de la cual vosotros aparecéis como antorchas en el
mundo, llevando en alto la Palabra de vida» (Flp 2,15-16).
6. ¿Qué he de hacer, Señor?
Arrepentíos y creed en el Evangelio
La Palabra divina, cuando es recibida sinceramente,
suscita en el hombre una voluntad incondicional de vivir a
su luz. Pero, a veces, esa Palabra no concreta del todo
los modos y maneras para vivir así. Por eso, después de
las llamadas del Bautista a la conversión, el pueblo le
pregunta: «¿qué tenemos que hacer, entonces?» (Lc 3,10).
O Saulo, recién converso, le dice a Jesús: «¿qué he de
hacer, Señor?» (Hch 22,10).
En el tema que nos ocupa, lo primero que se ha de
hacer, sin duda, es creer: creer en el Evangelio del
pudor. Los judios, en una ocasión, le preguntan a Jesús:
«¿qué haremos para realizar las obras de Dios?». Y el
Señor les contesta que lo primero que tienen que hacer
es creer: «la obra de Dios es que creáis en aquel que Él
ha enviado» (Jn 6,28-29). Sí, lo primero de todo es creer.
Por ahí comenzó la predicación del Bautista: «arrepentíos
y creed en el Evangelio» (Mc 1,15).
Criterios operativos
de discernimiento
En segundo lugar, a la luz nueva de esa fe en que se ha
creído, hay que revisar en concreto los diversos aspectos
de la vida personal, también, claro está, en lo referente al
pudor.
Y aquí no es posible, por supuesto, desde fuera, dar
fórmulas concretas que permitan lograr discernimientos
precisos en cuestiones relativas al pudor, con frecuencia
muy complejas, y en las que hay que tener en cuenta una
gran variedad de circunstancias. Pero sí se pueden dar, y
con toda seguridad, aquellos criterios bíblicos y tradicionales
que, con la oración de súplica y la gracia de Dios,
podrán llevar a cualquier cristiano de buena voluntad a
discernimientos verdaderos, ciertamente fieles al Espíritu
Santo.
A quienes pidan, pues, criterios prácticos de discernimiento
en las diversas cuestiones del pudor –modas,
palabras y gestos, vestidos y costumbres, playas y
piscinas, espectáculos y publicaciones– conviene decirles:
–Enteráos de que sois miembros de Cristo y de que
no debéis someter a Cristo a costumbres y lugares, gestos
y modas, que de ninguna manera son dignos de Él.
Sabed igualmente que sois templos de la santísima Trinidad,
y así como dentro de una iglesia no se os ocurriría
cometer ciertas ligerezas, disculpables en un ambiente
más profano, vosotros, conscientes de vuestra dignidad
de templos consagrados, debéis guardar vuestros cuerpos
(Elogio del pudor 23)
en un gran pudor, digno de Jesús, de María, de José y
de todos los santos.
–Aceptad en la fe que la desnudez, y aquello que,
ciñendo o descubriendo el cuerpo, se aproxima a
ella, ofende a Dios, es contrario a su voluntad, es
pecado; material o formal, pero pecado. Sería imposible
aquí tratar de señalar qué gestos, modos y modas ofenden
el pudor cristiano. Sería vano derivar el tema a una
«cuestión de centímetros», ni existe un metro o peso que
mida la impudicia de un lugar, de un espectáculo o de un
escrito. De acuerdo. Pero reconoced la verdad de ese
principio –«creed en el Evangelio»– y atenéos a él. Si no
aceptárais esa verdad, si os avergonzárais de una tradición
católica de veinte siglos, eso significaría que preferís
los criterios del mundo. Y ciertamente entonces, con toda
seguridad, erraréis en vuestros discernimientos.
–Enteráos también de que, siendo cristianos, estáis
destinados a la cruz, y que si no tomáis la cruz en
vuestra vida diaria, también en las cosas referentes al
pudor, no podréis seguir a Cristo. No acabarías de conocer
la verdad de la vida cristiana, si no llegárais a descubrir
su íntima dimensión penitencial. A una vida penitente
estamos llamados todos, no solo los religiosos, también
los laicos.
Y en este sentido, convencéos de que el pudor, tal como
está el mundo, tal como está incluso la costumbre de
muchas familias cristianas, no puede hoy vivirse perfectamente
sin una cruz que a veces puede ser bastante
pesada; otras no tanto. En otras palabras: el que hoy no
sufre cruz alguna a causa del pudor es que en esa cuestión
no sigue a Cristo. No os engañéis, pues, pensando
que podéis eludir la cruz con buena conciencia. Trataréis
quizá de justificaros para ello con muchas razones, pero
serán todas falsas.
Decidíos, pues, a llevar la cruz del pudor, que, como
toda cruz, es fuente de resurrección y de gozo. Recordad
siempre que a más cruz, más resurrección. A más
penitencia, más alegría. No falla.
–Acabad de enteráos de que no sois del mundo,
pues tampoco Cristo es del mundo (Jn 15,19; 17,14.16),
y que de ningún modo habéis de sentiros «obligados» a
los usos mundanos, cuando éstos se muestren inconciliables
con el Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Por
tanto, ni en asuntos de pudor ni en ninguna otra cuestión,
por muy laicos y seglares (seculares) que seáis, «no os
configuréis a este siglo, sino, por el contrario, transformáos
por la renovación de vuestra mente [a la luz del Evangelio
y de la tradición de los santos], de modo que podáis
discernir cuál es la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo
que le agrada, lo perfecto» (Rm 12,2).
El concilio Vaticano II dice que los laicos cristianos han
de «tener presente que en cualquier asunto temporal deben
guiarse por la conciencia cristiana» (GS 8b), y no por
la inclinación de la carne, ni tampoco por la costumbre del
mundo.
–Leed vidas de santos, y eso os ayudará a modelar
vuestras vidas con una gran libertad respecto al mundo y
con una ilimitada docilidad al Espíritu Santo. No haréis en
muchos asuntos «las mismas cosas concretas» que ellos
hicieron, pero sí obraréis según «su mismo espíritu», es
decir, según el Espíritu Santo.
–Siendo seglares, recordad en las cuestiones del
pudor el ejemplo de vuestros hermanos religiosos.
Ellos son gente que vive una «vida consagrada», sí, pero
vosotros también estáis vivís una «vida consagrada» a la
Trinidad divina desde el bautismo. Ellos pretenden alcanzar
la santidad, pero vosotros también. Ellos ponen los
medios adecuados para tan alto fin, pero vosotros también
habéis de ponerlos: serán los vuestros «otros medios
», pero han de estar igualmente ordenados a ese «mismo
fin», la santidad. Por tanto, aplicando todo esto a las
cuestiones concretas del pudor, sea vuestro pudor total,
como el de los religiosos, y tome formas no iguales, pero
sí homogéneas con las que ellos eligen para sí, contrastando
con el mundo todo lo que en cada circunstancia sea
preciso.
–Tened en cuenta que estáis enviados a evangelizar
el mundo, y que no debéis pretender solamente
«libraros del mal» mundano o «no escandalizar». Mucho
más alto es el fin de vuestra vocación. Mucho más atrevido
y libre ha de ser vuestro intento, partiendo siempre
de la originialidad infinita del Espíritu Santo. Tenéis, pues,
que ser dentro del mundo luz que ilumina situaciones tenebrosas,
y sal que preserva a la masa de la corrupción
(Mt 5,13-14).
–Recordad las enseñanzas de Cristo sobre el escándalo.
Y no penséis que por el hecho de que a veces
vuestras conductas sean menos indecentes que las de
otros, siendo éstos mayoría, ya por eso son decentes.
Pueden seguir siendo ocasión de escándalo, aunque sea
menor, y por eso pueden seguir pesando sobre ellas las
terribles palabras del Señor: «¡ay de aquel por quien viniere
el escándalo!» (Mt 18,7).
Pues bien, si seguís el conjunto de estos criterios con
fidelidad y valentía, ciertamente que en todas las cuestiones
del pudor, por obra del Espíritu Santo, acertaréis con
discernimientos verdaderos y santos. La Inmaculada, la
Llena-de-gracia os ayudará.
Final
Ya terminamos. Y es momento de que os diga yo con el
Apóstol: «ojalá soportéis un poco de locura por mi parte.
De hecho, ya me soportáis. Es que estoy yo celoso de
vosotros con el celo de Dios, porque os he unido al único
Esposo, Cristo, y a él quiero presentaros como una casta
virgen» (2Cor 11,1-2).
Todos, laicos, sacerdotes y religiosos, hacemos nuestra
aquella oración litúrgica:
«Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a los que andan
extraviados para que puedan volver al buen camino,
concede a todos los cristianos rechazar lo que es indigno
de este nombre, y cumplir cuanto en él se significa» (III
lunes Pascua).
Finalmente, a todos nos dice el Señor: «el que tenga
oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias» (Apoc
2,29). «No todos entienden esto, sino aquellos a quienes
ha sido dado... El que pueda entender, que entienda» (Mt
19,11-12).

José María Iriburu




5. La predicación del pudor. –El Apóstol, contra la
lujuria, predica la castidad, 19. –¿Por qué hoy apenas se
predica el pudor y la castidad? 19. –Porque se estima
que es o era una doctrina falsa, 19. –Por temor a la cruz,
20. –Por miedo a desprestigiar a la Iglesia, 20. –Por otras
varias razones falsas, 20. –Pecados materiales y pecados
formales, 21. –El Evangelio del pudor, 22.
6. ¿Qué he de hacer, Señor? –Arrepentíos y creed
en el Evangelio, 22. –Criterios operativos de discernimiento,

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