Si le digo la verdad… le miento.
Para esto nací y para esto vine al mundo.
(Jn. XVIII:37).
Muy señores míos:
Para dar testimonio de la verdad. De parte de Cristo, hablando con Pilatos. Y no sirvió de nada, porque Pilatos era relativista, el maldito burro negro para quien la verdad era nada: le importaba un belín.
Y la verdad más verdadera es que a la inmensa mayoría de los cristianos de nuestro tiempo tampoco les importa un soto. Y olvidaron aquello de San Juan de la Cruz, ¿no? que
Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto sólo Dios es digno de él. (Dichos de Luz y Amor, nº 34).
El viejo Bruck lo señaló hace más de medio siglo:
Si los católicos no aman la verdad es que nunca les han enseñado a amarla, nunca los han alentado a amarla. Y cuando alguno de ellos se atreve a decirla, ¡cuántas exclamaciones ahogadas!: “¡Chss! ¡Chss! ¡Cállese! ¡Sabemos todo eso pero son cosas sobre las que más vale no decir nada! ¡Eso haría mal a la religión! ¡Tenemos bastantes problemas como éstos!” Toda mi vida he oídos tales cuchicheos en las sacristías. ¿Es este tu ejército? ¿Esos tus soldados y tus jefes? ¡No es sorprendente perder las batallas con tales amigotes!
Con tales amigotes… pero cómo no, igualitos que Pilatos, ché, y la verdad les importa un comino. ¿Hará falta que lo demuestre? Unos por fiaca. Les gustarííía saber, a este primer binario de hombres, pero no quieren leer, ni averiguar, ni estudiar, y mucho menos pensar, porque como a Bertie Wooster, después de pensar le dolía la cabeza, ja, ja. Y como ha dejado perfectamente demostrado Newman, hay un problema con eso, y es que la verdad se oculta de quien no la busca. Y estos no buscan nada, ni averiguan, ni preguntan, ni nada, porque les da fiaca. Cristianos con fiaca, que no saben porque no buscan y no buscan porque… bueh, es mucho laburo, ché, y yo bastante tengo con mis propios asuntos, así que…
Cristianos que no les importa la verdad—está lleno de ellos, son mayoría absoluta. Y luego están los que ya saben, ¡Dios mío! Se enteraron de todo sin estudiar, sin reflexionar, sin preguntar, sin leer, sin estudiar, sin contemplar, sin cotejar ideas, sin conversar con alguno que sepa un poquito más. ¿Para qué, si ya saben? Los grandes papafritas que son tan ignorantes que ni siquiera saben que no saben nada—los anti-socráticos argentinos, que tantos de esta especie abundan en nuestro país. Ya saben. Por eso hablan con tanta solvencia de angeología, o de mariología, de estrellerías o de política, de filosofía o de literatura, de comida vegetariana, de la Segunda Guerra Mundial o de Vietnam, del Concilio Vaticano o de la conspiración de Catilina… lo que quieras… nuestros sabihondos compatriotas de café, ilustrados por cien películas hechas en Hollywood en base a guiones cocinados por ignotos judíos de raras ideas—más tres recuerdos de la infancia, la paciente y concienzuda lectura de “Platero y yo”—fue la última vez que leyeron algo serio—mil programas de televisión y un chiste que les hizo gracia. ¿Qué es la verdad para ellos? La verdad son ellos, sus ocurrencias del momento, o el resultado de una pasión dialéctica sin lógica ni rumbo regada por unos vinos de más. Los cristianos que ya saben, ¡ufff!, son millones.
Pero no son todos. Están los sectarios también, los que en lugar de buscar, averiguar, inquirir, preguntar, estudiar, reflexionar, leer, contemplar, volver a preguntar, pensarlo todo de nuevo—tienen a Uno que les resuelve todo, que les da las respuestas servidas: el Jefe, el Padre, el Dueño de la secta, sea el Opus, el Ive, los Legionarios de Cristo o la Comunidad de San Egidio, lo mismo da. Es que, como bien ha demostrado el gran Ronnie Knox, los sectarios no aman la verdad, sobre todo porque son “entusiastas”. Con característica parsimonia el brillante inglés los describió de un plumazo:
El entusiasta, dice Knox, menosprecia especialmente el uso de la razón humana para alcanzar cualquier verdad religiosa.
Que Dios le habla a través de su intelecto es una noción que tal vez en los papeles finje aceptar—pero en la práctica le teme al tal principio.
¡Le teme! Mejor le preguntamos al Padre Buela, ja, ja. O peor, al Padre Maciel, o al P. Gianuzzi, o al Padre Mongo, ja, ja, ja. Pero no haremos una indagación personal, usando el propio bocho, porque eso es peligroso, porque eso les daría personalidad, carácter e identidad a quienes, por definición tienen que ser zombies, como los de Haití. Y como cada uno tiene su Papá Doc, ¿para qué preocuparse en buscar la verdad? Se lo preguntamos a Papá Doc y listo el pollo.
Y todos estos cristianos, zombies o no, relativistas o no, fiacas, desaprensivos, ignorantes, brutos, salvajes y necios odian a los que saben más. Y en la práctica odian a la inteligencia, y al mismísimo Espíritu Santo que de siete dones dispensa cuatro que hacen asiento en el entendimiento especulativo y práctico (entendimiento, sabiduría, ciencia y consejo). En nombre de una falsa humildad, minusvaloran a Santo Tomás o a San Agustín diciendo que mucho más grande era el Cura de Ars, o San José, o no sé quién más. Desprecian a los Padres, y prefieren leer al Teólogo Respondón, o las obras del Cardenal Mariconini, ja, ja, o las revelaciones del Marqués de Peralta. Es posible que de la boca para afuera digan que tienen gran respeto por Castellani, pero es mentira, porque si así fuera conocerían lo que dijo, lo que escribió, y no serían los necios que nos conocemos tan bien.
Ahora bien, mis queridos babiecas, voy a decirles una cosa que me da mucha, muchísima bronca—hay pocas cosas que me dan más rabia que ésta que les voy a decir: y es que nos tachen de “intelectuales”. Con esa palabrita nos despachan al último rincón del menosprecio más fino, de la burla más irónica, del sarcasmo más incisivo que se les puede ocurrir, porque la palabrita ésta, el adjetivo éste, “intelectuales”, connota claramente un saber libresco, es etopeya de la rata de biblioteca—evoca al primero de la clase, ¿no?, el gordito de anteojos que sabía todo cuando íbamos a la Primaria, y que era un gil de lechería, un “aparato”, el blanco preferido de todas las bromas del colegio, el punto de la clase (en el Liceo Militar le decían “el boca”, los yanquis los llaman “geeks”, ya saben ustedes).
Pues bien, ¿intelectuales?… las pelucas, señores. Por lo menos en esta Santa Orden no los hay y si los hubiera los echaríamos a patadas. No es que no estudiemos, no es que no nos quemamos los ojos leyendo mamotretos, no digo que no—no digo que no nos pasemos las horas tratando de descular asuntos subidos, que pasemos muchas veces semanas, meses y aun años debatiéndonos con el espíritu perplejo, ni voy a negar tampoco que después de muchos, muchísimos años de ese empeño por aprender, esas largas conversaciones en busca de la verdad, esas interminables mateadas súper Hegel o el Surnaturel de De Lubac, esas persistentes discusiones sobre Monseñor Lefevre o el Pseudo-Dionisio, esas pacíficas tenidas peripatéticas, esas sostenidas investigaciones sobre este asunto o aquel otro, no digo que todo eso, después de mucho tiempo, no arroje algún resultado más o menos notable: y es que sabemos un poquito más, porque estudiamos un poquito más y porque aprendimos, a las cansadas, después de un esfuerzo pertinaz, con una tenacidad de década tras década, un poquito más. Pero ¿intelectuales? No señor, y lo tomamos como lo que es: un perfecto insulto de parte de los burros de siempre que no saben porque la verdad se oculta de quien no la busca, por más que quieran alcanzar el cielo a fuerza de modestias y falsas humildades del tipo “non sabo”, pobre de mí (y con preguntarle a Papá Doc, no alcanza, ché, ni por pienso).
Y el cristianismo es lo que es hoy, su estado es tan calamitoso, precisamente por falta de esto, por falta de esta pasión por la verdad. Esa pasión que tenían Newman y Castellani, Belloc y Chesterton, Lewis y Péguy y Kierkegaard y tantos más. Bien lo dijo nuestro Papa, cuando era cardenal todavía:
Se olvida la relación que el Nuevo Testamento establece entre salvación y verdad, cuyo conocimiento (lo afirma Jesús de un modo explícito) libera, y por lo tanto, salva.
Y al revés también. Si ustedes, mis dormidos floripondios, no sienten esta pasión por la verdad, si no padecen por la verdad, si no se desvelan por aprender, saber un poco más, progresar en el conocimiento de Dios y de sus cosas, simplemente están perdidos, por fiacas, por necios o por entregarse a las fauces del Papá Doc que idolátricamente pusieron en lugar de Jesucristo Nuestro Señor.
Así que, váyanlo pensando y pregúntenle en serio a Nuestro Señor qué cosa es la verdad. Como María de Betania, deténganse en Él, es lo único necesario.
Piensen un cachito. Es lo mejor que pueden hacer.
Y sálvese quién pueda.
* * *
Escrito en Sermones, Sermones rabiosos
« Quinto misterio rabioso
El MBT Súper Sport »
No hay comentarios:
Publicar un comentario