Lucas María de Oriol
«Vivir merece la pena»
de Mgr. Fulton J. Sheen
«Vivir merece la pena». (Life is worth living, 2nd series, by Mgr Fulton J. Sheen, McGraw Hill Ed. New York-London.)
Los veintiséis temas seleccionados de que consta son variaciones del argumento central que podemos resumir así:
El comunismo es un mal; pero el daño que hace es debido, no sólo a su propio veneno, sino a nuestros errores de concepto acerca de Dios y de la verdadera felicidad, a las actitudes equívocas y al abandono de las responsabilidades inherentes a la personalidad humana.
En la ordenación de los temas, el autor se aproxima más al aparente desorden de la naturaleza que a la rigidez de la lógica lineal; considera que nuestro discurrir es incompleto si no podernos paladear las ideas. [128]
No hay temas áridos, dice, sino temas áridamente expuestos. La aridez nace de la falta de comunicabilidad de las ideas y ésta se produce cuando el que trata de comunicarlas no domina el tema.
Por otra parte, si no hay ideas claras, no hay convicciones, y sin éstas no puede haber sinceridad que es condición necesaria para que las ideas sean comunicables.
Para que haya buena sintonía es preciso que la cabeza del hombre sea dura, con ejes claros y el corazón blando, abierto a la simpatía; pero aflojamos la cabeza y endurecemos el corazón con lo cual surge la confusión y la terquedad, situación imposible para entenderse.
Finalmente, si se quiere que un mensaje tenga la virtualidad comunicativa de la verdad, que quiere ser conocida y amada, es necesario reflexionar y pedir en la presencia de Dios, pues en definitiva sólo somos depositarios de su Verdad, en parcelas mayores o menores.
Parece que este lenguaje tan espiritual no es el indicado para tratar el tema del comunismo, y sin embargo sin él no es posible entender éste, ni tema alguno que se refiera al hombre.
Mgr. Sheen ve en el comunismo un mal esencial. Es un error creer que en momento alguno ha levantado una bandera de justicia. Jamás los prohombres del comunismo han laborado por el bien de alguno de sus semejantes. La posible bondad de algún desorientado que se cree comunista, no excluye la maldad, la fealdad y el error esencial del comunismo cuya base doctrinal es el materialismo dialéctico de Marx.
¿En qué se fundamenta el pseudo prestigio que ha gozado el comunismo? En la pereza mental y en la falta de entereza moral de quienes le combaten sin tomar posiciones claras, lógicas y «comprometedoras».
La llamada civilización occidental no se puede colocar con prestigio y eficacia frente al comunismo, si ignora sus propias raíces cristianas.
De hecho los defensores de la civilización occidental se avergüenzan de sus raíces cristianas. No quieren hablar de «civilización cristiana», prefieren el término «civilización occidental», y consideran más importantes las realizaciones materiales, nacidas al margen del cristianismo, que las bases morales cristianas que han dado consistencia social y sentido final a la vida humana.
La llamada civilización occidental, al prescindir de hecho de sus raíces éticas cristianas, establece un clima de convivencia [129] de egoísmos que forma un excelente caldo de cultivo para que el psiquismo comunista adquiera un estado colectivo, impersonal, que da apariencia de preocupación social, cosa bien vista, a lo que en el fondo es, sobre todo, resentimiento y rebelión.
Mgr. Sheen destaca tres factores del psiquismo que predispone a sentir en comunista, o a alardear de sentimientos procomunistas.
El primer factor es la reacción contra la anarquía resultante de la pseudo libertad vista como ausencia total de trabas y limitaciones. Desorden esencial y repulsivo, que es arbitrariedad o despotismo cuando esa anarquía se encarama en los resortes de poder político o económico. Pero al huir de ese desorden que se disfraza con la palabra libertad, y que permite convertir al hombre en un esclavo de sus pasiones al amparo del ídolo de la autodeterminación, se cae en la tentación del comunismo que embrutece por el terror.
Otro factor es el desarraigo social, la desvinculación de la Patria y de sus Tradiciones, que convierte al hombre-persona, en un individuo-masa. Dentro de este orden está el despego intelectual de ese conocer receloso, inseguro, que se envuelve en formulaciones previas y provisionales que es propio del puro esfuerzo racional autónomo, entregado a un proceso ciego que ha de seguir en las oscuridades de la perpetua contradicción, encerrado en la actividad del yo.
En orden a la conducta y sus criterios, este desarraigo materialista y totalitario ignora que cada persona humana, por el hecho de existir, es tan importante como cualquier otra.
El utilitarismo totalitario de inspiración marxista no considera a la persona concreta como un fin en sí misma. La consistencia de esta despersonalización es la inseguridad de quien sabiéndose a merced de cualquier desalmado, no puede confiar en sí mismo, en la rectitud de su conducta, en el prestigio de su pasado.
Otro factor aún es el trabajo mecanizado y anónimo que es repulsivo cuando pierde todo carácter personal. En definitiva, todo lo que lleva a la despersonalización, embrutecimiento y deshumanización del hombre, lleva como secuencia lógica en estos tiempos, al comunismo.
La fuerza del comunismo se apoya, pues, en la perezosa cobardía de los que no quieren salir de su atonía espiritual. Estos, a pesar de su inseguridad interior, afectan aires superiores y se ríen del creyente.
El comunismo se apoya también en la reacción impremeditada, desesperada frente a un concepto inservible de la libertad, [129] y su virus invade el cuerpo social y las conciencias por la pérdida de defensas causada por el desarraigo, hijo de la corriente de abstracciones despersonalizadas.
Los antídotos del comunismo han de actuar allí donde éste recibe su fuerza.
En primer término, si los aliados del comunismo son los enemigos de la Fe cristiana, no sólo los que odian a Dios Nuestro Señor sino los que viven como si El no existiera, como si las leyes que ha dado fuesen letra muerta y lo mismo diera obedecer, que no, el remedio es despertar la fe allí donde esté dormida.
Creado para el infinito, el hombre que se aparta de Dios que es su centro, queda descentrado pero sigue buscando el infinito, aunque presiente que no puede alcanzar lo que desea tan ardientemente.
Buscar el placer ilimitado para su cuerpo, las satisfacciones ilimitadas del orgullo para su mente, y la posesión ilimitada de las cosas con un deseo inmoderado de tener más, de gozar más, de ser más. Cifra su felicidad en tener, en gozar, en ser más que nadie.
Este desorden del corazón humano que hoy se ha convertido en doctrina social, causa del desasosiego actual de las almas y de las sociedades, no puede pacificarse sin la luz de la Fe que permite dar a cada cosa su medida y valor.
Ante la tentación del orgullo, nuestro siglo desconoce la virtud, de la humildad y es incapaz de reconocer nuestra limitación, por la cual aspiramos al bien que aisladamente y sin ayuda no somos capaces de realizar. El bautizado sabe que la miseria del hombre ha sido creada para apoyarse en la misericordia omnipotente del Señor, como dice San Agustín, «qui creasti ex nihilo qui Te rogarent». Por eso, cuando se encuentra sola se desespera y se aburre. Busca en vano la compañía de los hombres, pero éstos, alejados de Dios, son egoístas y sólo le prestan esa compañía a cambio de algo, sin la generosidad que sólo se encuentra en Dios o en los que en Dios reconocen a su Padre común. Sin Dios no hay amistad, porque no hay generosidad. En la generosidad orgullosa del impío siempre hay un germen del desprecio que hiere.
Sale pues el hombre fuera de sí, cuando no se apoya en Dios, para buscar los remedios que sólo puede hallar dentro de sí.
Queriendo justificar la inutilidad de todo esfuerzo de vencimiento propio este hombre dice que no es responsable de sus actos. El mal está fuera del hombre concreto. Es la sociedad, los demás en abstracto, lo que tiene que ser reformado, no yo.
Qué bien apuntó Rousseau al orgullo y egoísmo de cada [131] hombre, al buscar un ser despersonalizado que se hiciera teóricamente responsable de los fallos de cada hombre concreto.
El antídoto frente a esto no puede buscarse en una abstracción amparada en una gran palabra como Justicia Social, Progreso Social que en definitiva no hace sino recoger el gusto por lo abstracto que caracteriza al comunismo.
Dice Mgr. Sheen que la deformación de los problemas del hombre en Sociedad, lo que los hace insolubles, es creer que no hay problemas personales, que sólo hay un problema social, que no hay gentes concretas que sufren, que sólo hay una Sociedad enferma.
El resultado de esta abstracción es abdicar de nuestra responsabilidad concreta hacia nuestros semejantes, y especialmente, hacia los desvalidos, los enfermos, los débiles. A medida que abdicamos de nuestra responsabilidad, la va absorbiendo el Estado con su tendencia monopolista.
Ahora bien, para hacer frente con éxito a esa responsabilidad concreta es necesario actuar con una acertada actitud psíquica que no es la del que mira con lástima el sufrimiento de los demás con cierto alejamiento que hiere, sino con simpatía que es la capacidad de apreciar el sufrimiento y el esfuerzo de los demás, participando con un sentido de hermandad concreta en ese sufrimiento y esfuerzo hasta identificarnos con ellos y sentirlos como propios. Este sentimiento alivia, pues hace compañía, aunque no pueda proveer remedios inmediatos.
El antídoto frente a la tentación de la falsa libertad anárquica, y a la reacción de entrega servil a un tirano, es fomentar el aprecio de la libertad como medio necesario para realizar el fin personal, encuadrada en disciplina y responsabilidad concreta, en un orden de obligaciones y de metas, sin lo cual carece de sentido hablar del orden moral de la libertad.
Este antídoto lleva en sí el germen de la defensa frente a la tentación del placer. Ese concepto de libertad exige disciplina y ésta exige esfuerzo constante.
El hombre debe recordar que su ley de vida es ley de esfuerzo. Llamado a realizarlo sin miedo, con alegría, se hace desgraciado cuando por evitarse ese esfuerzo huye de esa llamada. Es un error creer que sufrimiento y felicidad se excluyen.
Dos tipos de esfuerzo está llamado a afrontar al hombre. El esfuerzo activo que llamamos trabajo y el esfuerzo pasivo que llamamos dolor.
Del esfuerzo activo o trabajo decía Fichte que en él se encuentra la alegría de la vida y, efectivamente, así es porque el [132] cumplimiento de las leyes de Dios lleva en sí un germen de euforia y alegría a pesar del esfuerzo que exijan o los dolores que les acompañen, o mejor aún, precisamente por causa de ese esfuerzo.
Es más difícil ver el aspecto positivo del esfuerzo pasivo que llamamos dolor, pero en él se pueden manifestar los diversos grados de aceptación de la voluntad divina, desde la resignación pasiva hasta la total identificación con esa voluntad, en la cual es compatible la perfecta paz y alegría con el dolor más intenso.
Ahora bien, así como el dolor y el trabajo no espiritualizados embrutecen y deshumanizan, así su espiritualización embellece, arraiga, personaliza.
El trabajo más mecánico y anónimo, deja de ser repulsivo, pues adquiere sentido, finalidad si el que lo realiza tiene la noción de pertenecer a la mayor y más noble comunidad existente: al Cuerpo místico de la Iglesia de Cristo. Pero también se siente arraigado en su propio ambiente. Se siente persona real y concreta amparada por una Patria y unas Tradiciones en vez del miembro anónimo de una abstracción social: el Estado.
«Merece la pena vivir», nos dice que tenemos a mano los antídotos para hacer frente a la amenaza comunista. No debemos temer a Rusia, sino a nuestra infidelidad con Dios, a nuestra falta de entereza moral, a nuestra pereza y conformismo mental. De nuestro esfuerzo, apoyado en Dios, depende que esos antídotos sean eficaces. Ese es el estímulo del mensaje de Mgr. Sheen.
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