lunes, 27 de septiembre de 2010

CUANDO EL AMOR FLORECE



La juventud es la época en el que el amor florece. No en vano, y no es una frase hecha, la juventud es la “primavera de la vida”. Se la llama así porque el ser humano despierta de esa especie de letargo mental, espiritual, biológico y hormonal, que es la niñez. Si bien hay excepciones, porque hay niños muy despiertos mental y espiritualmente, lo más natural y lógico es que el niño esté como “dormido” en muchos aspectos, y es precisamente la época de la juventud la que representa el “despertar” mental espiritual, biológico y hormonal.
El joven –el adolescente, el joven y el adulto joven- adquiere capacidades en diversos ámbitos, que antes sólo estaban en potencia.
Por ejemplo, su mente se agudiza, se vuelve capaz de abstraer y de representarse situaciones mentales abstractas; se vuelve capaz de desprenderse de la materialidad para pensar; se vuelve capaz de reflexionar, de examinar sus actos; se da cuenta, con más nitidez que en la niñez, de la bondad o maldad de sus actos, y de los actos de los demás.
Esto representa un salto de cualidad en sus capacidades mentales y espirituales, pero también su cuerpo experimenta nuevas capacidades: ante todo, se vuelve capaz de engendrar hijos, por la maduración de sus órganos reproductores.
Todos estos cambios se sintetizan en una capacidad que también está presente en el niño, y continúan estando presentes hasta el momento de la muerte, pero que en el joven se agranda, se potencia y se expande: la capacidad de amar.
El ser humano, en la época de la juventud, se caracteriza por ser un ser que ama.
Ahora bien, cabe hacer algunas precisiones acerca del amor, del cual el joven, como hemos dicho, se hace más “capaz”.
Tenemos que aclarar que el amor es tanto más alto, noble y puro, cuanto más alto, noble y puro es el objeto amado. Así, si lo que se ama es algo elevado, espiritual y puro, el amor será elevado, espiritual y puro.
Otra cosa que hay que tener presente, es que el amor transforma a aquel que ama: el que ama, se transforma en lo que ama, dice San Agustín. Nos transformamos en lo que amamos.
Es por esto que tenemos que fijarnos bien en dónde es que ponemos depositamos amor, a qué o a quién nos aferramos con nuestro amor, porque seremos lo que amemos.
Si amamos algo bueno y hermoso, nos convertiremos en la bondad y en la hermosura; si amamos algo vil y rastrero, nos convertiremos en seres viles y rastreros.
Así, el que ama el dinero, se transforma en avaro; el que ama lo carnal, se transforma en lujurioso; el que se ama a sí mismo, pero no en Dios, se vuelve orgulloso. Ése fue precisamente el pecado del demonio en los cielos: se amó a sí mismo egoístamente, y no en Dios y por Dios, y por eso perdió la gracia.
El amor, el verdadero amor, plenifica a la persona, porque es lo opuesto al orgullo y a la soberbia: hace trascender, hace salir fuera de sí –por eso el éxtasis de amor- al hombre, para donarse en su totalidad al otro –prójimo, amigo, cónyuge, hermanos, Dios-. El amor hace salir fuera de sí, con una dirección determinada: el otro, que es el objeto amado, y con una intención bien precisa: la donación total del ser al que se ama. A su vez, se recibe al otro que, en un movimiento similar, ha salido de sí, movido también por el amor, se dona en su totalidad.
El que ama sale de sí para “entrar” en el otro, y para recibir, a su vez, al otro, en sí. De esta manera, el amor comienza siendo unidireccional, para terminar siendo bi-direccional, llegándose a producir la fusión de los que se aman.
Esto se cumple a la perfección en el amor esponsal, porque en él se da el verdadero amor, el que hace trascender, salir de sí, extasiarse, en el otro, en el cónyuge amado.
El amor esponsal es el amor humano más puro, noble, verdadero, y hasta santo, junto al amor matrimonial.
Es por eso que el amor que Dios experimenta por los hombres es un amor de este tipo: esponsal. El amor de Dios hacia los hombres –todos y cada uno, de modo personal-, es tan noble y puro, que sólo puede ser paragonado y ejemplificado con el amor esponsal, y con el amor maternal.
El joven, por sus características especiales, tiene la capacidad de vivir en plenitud el potencial de su amor; puede hacer el acto que más lo asemeja a su Creador: amar. Cada acto de amor –sea natural, de afecto humano, o sobrenatural, de amor a Dios-, asemeja al alma a su Creador, que crea por un acto de amor libre.
Amar –lo noble, lo puro, lo espiritual, lo santo-, es un acto que asemeja al joven a su Dios, y es algo que sólo el joven puede hacer, ya que Dios, con toda su omnipotencia, puede hacer. No puede Dios, aún siendo Todopoderoso, crear un acto libre de amor en lugar del joven, porque eso sólo lo puede hacer la persona, con su propia libertad.
El joven puede hacer algo que no puede hacer el ángel caído, y es amar: el ángel caído perdió para siempre su capacidad de amar, y sólo le queda, en consecuencia, la capacidad de odiar, con un odio tan intenso, tan profundo, y tan negro -que lo único que puede hacer es crecer a cada instante de la eternidad- como profunda e intensa, y con capacidad de crecer a cada instante de la eternidad, era la capacidad de amar que tenía en el cielo, cuando había sido creado como ángel puro y hermoso.
Entonces, si el joven tiene, en su corazón y en su ser, una capacidad que lo asemeja a Dios y que lo hace superior a una naturaleza angélica, y es la capacidad de amar, la capacidad de crear lo más puro y espiritual que pueda crear una criatura, y es el amor, ¿a qué esperar para ponerlo por acto?
El amor puro, noble y espiritual, el que surge como consecuencia del acto libre creador del corazón del joven, es la creación más alta que pueda hacer un hombre, y es lo que más une al hombre con Dios, satisfaciendo plenamente su ser, en todos sus aspectos: biológico, psíquico, social, espiritual. Cuanto más se ama a Dios con este amor puro y espiritual, más calma se encuentra en las pasiones, pero no por un mecanismo psicológico, sino porque el amor, al plenificar al hombre desde lo más profundo de su ser, aquieta, serena y tranquiliza el alma y el cuerpo.
La necesidad que tiene el hombre de realizar el aspecto sexual del amor es una consecuencia de la no-posesión de Dios, que es el Amor en sí mismo[1]. En otras palabras, si se ama a Dios -por medio de actos de amor creados libremente-, no hay necesidad de realizar el aspecto sexual del amor, el cual, por otra parte, es válido y ennoblecedor sólo en el ámbito del amor esponsal.
Por lo general, nos resulta muy difícil imaginar un amor profundo y personal, entre un hombre y una mujer, que no sea basado en el contacto sexual, y que no tenga este contacto como su expresión última, pero eso se debe a una limitación de nuestra visión del amor, y no porque la naturaleza de las cosas sea así[2]. De todo lo dicho se sigue que, cuantos más actos de amor libres se hagan, dirigidos a Dios, y también al prójimo, más plenitud habrá en el ser, y menos necesidad habrá de realizar el aspecto sexual del amor.
No hay tarea más hermosa, entonces, a la que puede abocarse el joven, que la de poner en acto su capacidad de crear amor y de amar, tanto a Dios como al prójimo, y no tanto por su plenitud, que sí la alcanza, sino porque de esa manera se va como “entrenando” para la “tarea” que tendrá por delante, por toda la eternidad, el amar a Dios Uno y Trino, y a los ángeles y a los santos en Dios.
Si el joven tiene esta capacidad; si el joven lleva en lo más profundo de sí este maravilloso don que lo asemeja a Dios en lo que Dios tiene de más hermoso, el amor, ¿por qué no ponerlo en acto? ¿Por qué no hacer actos de amor a Dios y al prójimo, al prójimo y a Dios?
El tiempo es la antesala de la eternidad; es la preparación para vivir la vida eterna, y la vida eterna es la vida, sin principio ni fin, en el Amor perfectísimo y purísimo de Dios Trinidad.
Y si el tiempo es esto, ¿cómo “aprovechar” el tiempo? No se trata de caer en un activismo desenfrenado, en el hacer una cosa tras otra.
Se trata de aprender a amar a Dios. Puesto que la eternidad será una eternidad en el amor, comencemos, como jóvenes, desde ahora, a vivir en el Amor de Dios, a amar a Dios, que es Amor Puro.
Y lo amemos, no sólo con nuestro amor humano, que es muy pequeño, sino con el amor que nos comunica la gracia, el Amor del Espíritu Santo, porque así lo amaremos como Él mismo se ama: sin medida, infinitamente, por toda la eternidad.
Que nuestra juventud sea, en el tiempo, un tiempo vivido en el amor a Dios, como anticipo de lo que viviremos en la eternidad.

[1] Cfr. Malachi Martin, El Rehén del diablo, Editorial Diana, México 1976, 525

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