miércoles, 14 de julio de 2010

BODAS DE INFIERNO


Por Antonio Caponnetto

- I -

En 1967, un par de gemelos univitelinos, varones ambos, fueron llevados al Hospital de Winnipeg, Canadá, cuando tenían ocho meses de edad. El propósito de esa visita –corregir una fimosis en los niños- terminó en un drama altamente ejemplificador.

Uno de los gemelos, como consecuencia de una falla técnica en el electro bisturí, acabó con su órgano sexual destruido.

Ante la comprensible desesperación, los padres acudieron al Dr. John Money, entonces un afamado psicólogo neozelandés del Hospital John Hopkins de Baltimore. Money era el director de una clínica especializada en trastornos sexuales y, lo que es más importante, era uno de los principales mentores y promotores de la teoría del género. Su teoría –la misma que prevalece hoy- es que la sexualidad no depende del orden natural sino que se construye y se elige.

Tenía Money la triste pero fabulosa ocasión de probar su postura, pues nunca antes había caído en sus manos un caso así. Alguien nacido varón con un testigo casi clonado, su hermano gemelo, de que genéticamente pertenecía al sexo masculino. El mundo científico quedó expectante del caso. Lo mismo se diga del “lobby gay”, siempre presuroso por contar con la ciencia para justificar sus perversiones.

El niño fue castrado, se le practicaron las primeras intervenciones para dotarlo de un órgano sexual femenino y comenzó a ser criado como mujer. Sin embargo, su rechazo por la figura de Money, que supervisaba la horrible mutación, fue siempre total y en aumento. Igualmente sucedió con la familia del niño, cuyos padecimientos psicológicos, morales y espirituales causaron gravísimas perturbaciones.

En mayo de 1978, entrando el niño en la pubertad, Money intentó una nueva intervencion quirúrgica, para la que había estado preparando artificialmente el cuerpo del paciente mediante la ingesta de determinadas drogas. A la par que, en cada foro científico del que participaba, exhibía su caso como trofeo del éxito de su perspectiva del género.

El niño se resistió por la fuerza a ser operado. Todo en su ser, en su naturaleza, sentía un inmenso rechazo por lo que le estaban haciendo. Apareció entonces, providencialmente, la Dra. Mckenty, quien no sólo se puso del lado del niño, sino que le planteó a sus padres la urgente necesidad de que le contaran su verdadera historia, hasta entonces desconocida por la víctima.

Conocida la verdad, no sin sobresaltos, como se comprende, el niño decidió reasumir la identidad masculina que le había sido criminalmente negada. Se bautizó y eligió el significativo nombre de David, en alusión a su lucha desigual y solitaria contra el enorme mal que lo acosaba.

Un equipo de la BBC de Londres siguió el caso de cerca con serios enjuiciamientos de la inconducta del Dr. Money, cuya mendacidad e inescrupulosidad fueron quedando en evidencia. Mucho tuvo que ver en este desenmascaramiento del degenerado sexólogo, la presencia del Dr. Milton Diamond, quien comprendió –por sentido común y por su propia ciencia médica- que se estaba ante una aberración.

David encaró del mejor modo posible la ardua pero gozosa tarea de reconstituir la natura que le habían negado. Profundamente religioso, le pidió a Dios la gracia de poder ser un buen padre y un buen esposo. Ayudado en el legítimo empeño por su familia, y de un modo muy especial por su hermano gemelo, el 22 de septiembre de 1990, a los 23 años, contrajo matrimonio con Jane, una joven de 25 años, en una iglesia de Winnipeg.

Dio un paso más. Decidido a refutar testimonialmente la criminal perspectiva del género, y siempre con el respaldo de su familia, se puso en contacto con el escritor John Colapinto, a efectos de que su historia fuera conocida por todos. El resultado fue el libro As nature made him. The boy who was raised as a girl, New York, Harper Colins, 2001, de 289 páginas.

El drama y la reacción heroica de David Reiner –cuya historia hoy puede seguirse pormenorizadamente en varios sitios de internet- sólo permiten extraer un par de conclusiones rotundas, y todas ellas sustentadas en ese inapelable veredicto de la empiria y de las ciencias duras, que suelen ser las únicas creencias de los progresistas promotores del homosexualismo.

-Existe el orden natural. Su negación es demencia, malicia, ceguera ideológica o todo ello combinado. La naturaleza es siempre la naturaleza, y aunque se la expulse por la fuerza, también por la fuerza sabe volver por sus fueros, porque es inderogable. Fue Horacio, un poeta pagano del siglo primero antes de Cristo, quien supo decirlo taxativamente: “Expulsa a la naturaleza a golpes de horca; ella, porfiada, retornará, e indomable, sin que tú lo sientas, destruirá los hábitos desdeñosos” (Epístolas, I, 10,v.24-25).

-La perspectiva del género es una vulgar mistificación, para encubrir con ropajes pseudocientíficos lo que no puede llamarse sino como siempre se llamó: antinaturaleza. No existen sino dos sexos, y si hoy se pueden “construir” otros, como se pueden construir otras “familias”, ello no prueba que el “constructo sociocultural” sea válido o deseable, prueba únicamente el grado de descomposición al que se ha llegado. Las nuevas alternativas “nupciales” o parentales, no demuestran los beneficios del relativismo ético. Diagnostican el triunfo de la consigna leninista: la putrefacción es el laboratorio de la vida. Si el engendro de Frankestein, en vez de permitirnos deducir que es aborrecible el amontonamiento de carnes para dar vida a una realidad monstruosa, nos lleva a sostener la licitud y la posibilidad de una antropología frankesteiniana, pues entonces habrá que prever para los “constructores” de la nueva humanidad relativista, el mismo destino que soportó el mítico creador de aquel monstruo horripilante.

- II -

Pero más allá del mortificante caso de David Reiner -que paradójicamente no esgrimen nunca los que apelan al emocionalismo para justificar las coyundas invertidas- hay otras conclusiones que queremos dejar asentadas, sin ánimo de exhaustividad.

1.-Los argumentos en pro del matrimonio contranatura –amén de pecar todos ellos contra la estructura lógica del pensamiento- poseen el común denominador de la hipocresía. De una hipocresía mucho peor de la que los homosexuales atribuyen como un tópico a la sociedad tradicional que los “condena y victimiza”. Algo similar al fariseísmo que denunciaba Chesterton en “La superstición del divorcio”, cuando decía que los divorcistas no creen en el matrimonio, pero a la vez creen tanto que desean poder casarse una infinidad de veces.

Si los homosexuales fueran coherentes e inteligentes, no deberían haber reclamado jamás el matrimonio. Lo que condice con sus prácticas y con sus ideas es el apareamiento transitorio, sucesivo o simultáneo, hedonista y soluble, sin vestigio alguno del institucionalismo burgués. El matrimonio, en cambio, es una institución de Orden Natural, anclado en aquellas categorías tradicionales que los mismos sodomitas dicen rechazar. Pedir matrimonio homosexual es pedir anarquía ordenada, caos conservador, delito virtuoso, desgobierno gobernado y subversión subordinada a la autoridad instituida. No piden matrimonio los homosexuales porque crean en él. Lo piden porque lo odian y porque saben que, asumiéndolo ellos, es el modo más vil de destruirlo.

2- Las respuestas que suelen darse al conjunto de argumentaciones homosexuales, no suelen ser satisfactorias, incluyendo, en primer lugar, la de la mayoría de los obispos. Y esto no únicamente porque se quedan en el plano del derecho positivo, sino porque no se atreven a enfrentarse con los sodomitas, empezando por acusarlos pública y enfáticamente de falsarios y de mentirosos contumaces, como acabamos de hacerlo.

La prédica insana a favor de la indiscriminación, del igualitarismo, de la solidaridad, de la cultura del encuentro, y otras tantas naderías que ellos mismos han inculcado entre los fieles, les impide ahora reconocer en este proyecto homosexual la acción de un enemigo declarado y contumaz de la Verdad. Porque hablemos claro; no estamos aquí ante un caso desgarrador de una o más personas con tendencias e inclinaciones desordenadas que bregan por enderezarse y que, en ese caso, merecerían nuestra conmiseración, ayuda y respeto. Estamos ante una explícita embestida de la Internacional del Vicio contra el Orden Natural y el Orden Sobrenatural, movida prioritariamente por odio a Dios. “No a Dios. Ateísmo es libertad”, levantaron como consigna los homosexuales, reunidos sacrílegamente en la Plaza de San Pedro, el 1º de agosto de 2003.

Esta parálisis frente a los depravados, esta incapacidad para llamarlos por sus verdaderos nombres, debilita todas las respuestas. Se repite hasta la saciedad, por ejemplo, que no se trata de estar en contra de la noble igualdad, de la sacra indiscriminación y de los derechos humanos. Cuando es exactamante al revés. No somos iguales que los protervos. No hay forma alguna de igualar el bien con el mal. El pecado no puede tener ningún derecho ni convertirse en ley, y siempre será acertado discriminar justísimamente, para que nadie se atreva a llamar matrimonio a su caricatura agraviante y soez. Ningún respeto nos merecen quienes bregan por la contranaturaleza. Llegue para ellos, contrariamente, la manifestación clara de nuestro repudio, de nuestro desprecio y de nuestra mayor repugnancia.

3.-La existencia del Orden Natural no está sujeta a la opinión de las mayorías, ni a las discusiones parlamentarias, ni a las tramoyas sufragistas. Es un error seguir el juego democrático, que hoy instala como tema dominante el “matrimonio” sodomítico y mañana las coyundas con animales o con cadáveres. Es el error de las reacciones de quienes están insertos en el sistema, y creen en él. Entonces nos convierten en sujetos dependientes de las maquinaciones enemigas. Hoy nos obligan a discutir si se pueden casar dos hombres. Mañana si se puede seguir creyendo en Dios.

La democracia es una forma ilegítima de gobierno. Es, en rigor, la contranaturaleza llevada a la política. Y tanta es la perversión ingénita que la caracteriza que ahora puede votar a favor de una aberración moral o determinar, por el cuántico procedimiento de la mitad más uno que, a partir de este momento, les asiste a dos seres disolutos el derecho de casarse y de adoptar hijos.

Nuestra respuesta no puede ser la de demostrar que los homosexuales son una minoría. Ni la de fabricar mayorías postizas, aglomerando a los católicos con las histriónicas sectas evangelistas o con los truhanes del protestantismo. Tampoco la de pedirle a los indignos senadores que tengan a bien recapacitar y no legalicen el amancebamiento de los emponzoñados.

Nuestra respuesta consistirá en señalar la ilevantable culpabilidad histórica que le cabe a la democracia por permitir el agravio más infame a la familia argentina que se haya pergeñado hasta hoy. ¡Malditos sean los tres poderes políticos, sus miembros y la partidocracia que los prohíja, malditos sean los Kirchner y sus secuaces, oficialistas y opositores en tropel, toda vez que del rejunte de sus actos inicuos se ha seguido la profanación del verdadero hogar! ¡Malditos sean ante Dios, ante la Historia y ante las generaciones pasadas, presentes y futuras de patriotas honrados! Todo cuanto legisle este régimen ominoso lleva el sello de la insanable nulidad e ilicitud. Se pueda o no enmendar mañana el insensato estropicio de esta tiranía, todo católico y argentino bien nacido está obligado a rebelarse activamente contra la ley injusta.

Aclarémoslo una vez más de la mano de Aristóteles. El que pregunta si la nieve es blanca no merece respuesta. Merece un castigo porque ha perdido el sentido de lo obvio. Merece la reacción punitiva porque ha degradado a sabiendas el sentido común. Merece la trompeadura justiciera por tergiversar adrede el significado de las palabras, sabiendo que al hacerlo, está ofendiendo al mismísimo Verbo de Dios. Por eso, ante la guerra semántica, que adultera los significados, veja el logos, calumnia los nombres y desacraliza la palabra, nosotros no tenemos nada que debatir. Que debatan los opinólogos de la democracia. Cuando se ofende a Dios y a su Divina Ley, la discusión es algo en lo que no creemos; y lo que creemos no está sujeto a discusión. Apliquemos al caso, nuevamente, las enseñanzas de San Jerónimo citadas por el Aquinate (S.Th, III, q. 16, art. 8, r ): “con los herejes no debemos tener en común ni siquiera las palabras, para que no dé la impresión de que favorecemos su error”.

4.- El demonio es el gran negador del misterio nupcial, recuerda y resume magistralmente Alberto Caturelli en su obra “Dos, una sola carne”. “El demonio odió (y odia) a Dios en el hombre porque es imagen del Verbo y, desde el principio odia al hombre. Si el hombre es varón-varona, y la sexualidad pertenece a la imagen; si la uni-dualidad logra su plenitud en la unión conyugal, el demonio quiere, desde el principio, la desunión y la muerte del amor conyugal. Después de la Redención, odiará inconmensurablemente más el misterio nupcial por ser copia de la unión esponsal del Verbo Encarnado y la Iglesia. Desde el principio, el demonio odia la unión conyugal: él será el gran Negador, el gran Homicida y el gran Separador”.

Y por eso, concluye Caturelli, que en “la red del odio teológico [contra la familia] que cubre el mundo”, la homosexualidad reclamante de “matrimonios” e “hijos” cumple “un ritual tenebroso de profanación de lo sagrado”. “Los acoplamientos homosexuales en todas sus formas no son ni pueden ser jamás ‘uniones’ : constituyen una agresión gravísima al orden natural y una profanación nefanda del cuerpo humano como tal y del misterio nupcial”.

He aquí el fondo último de la cuestión que hoy nos estremece y consterna. El fondo teológico, religioso y metafísico. Esta propuesta del matrimonio homosexual no es otra cosa, no puede serlo, más que una expresión demoníaca en el sentido más estricto, ajustado y pertinente de la palabra. Va de suyo que si los católicos y sus pastores no se atreven a llamar mentirosos, depravados y pecadores a los militantes de la homosexualidad, mucho menos se atreverán a llamarlos demonios. Pero eso es lo que son, guste o disguste, y tengan estas líneas el alcance que tengan.

Nacimos en La Argentina. Tierra de varones y de mujeres dignos. Tierra de antepasados viriles; de esposas, madres, hermanos, viudas, padres, cada quien cumpliendo su vocación de hombre y de mujer, asignada por el Autor de la naturaleza. Cada quien aceptando gozosamente su identidad, sus límites, su necesidad de ayuda y de complemento, de amor y de comprensión recíproca.

Nacimos en La Argentina. Una nación con cálido nombre femenino, masculinamente fecundada y labrada a lo largo de los siglos.

Nacimos en La Argentina. No queremos morir en Sodoma. Queremos, como DIOS manda, defender en la PATRIA el verdadero HOGAR.

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