Guillermo Juan Morado
Los cristianos reconocemos y exaltamos la Santa Cruz. Como dice el apóstol San Pablo: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y libertado” (Ga 6,14).
Dios ha querido realizar la salvación de los hombres por medio de Jesucristo, muerto en la Cruz. Contemplando al Crucificado, encontramos la curación, la sanación radical de nuestra lejanía de Dios, que es el pecado.
No podemos olvidar las acciones del Señor. “Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento. La Cruz es “la escala del paraíso”, como decía Santa Rosa de Lima.
A Jesús, que “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” y “se rebajó incluso a la muerte, y una muerte de cruz”, Dios lo levantó y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre” (cf Flp 2,6-11). Jesús es el Siervo doliente que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos” (cf Is 53). A Él se dirige la Iglesia diciéndole: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu cruz has redimido al mundo”.
La iniciativa de nuestra salvación no procede de nosotros, sino de Dios. La Cruz es el reflejo del contraste existente entre la generosidad del amor divino y la cicatería del egoísmo humano. Dios nos amó “y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
La redención es el resultado de un intercambio singular, en el que el Todo se da a cambio de la nada. Nada podíamos ofrecerle a Dios y Él, entregándonos a su Hijo, nos lo ha dado todo, amándonos “hasta el extremo”.
San Juan Crisóstomo exhorta a los cristianos a no avergonzarse de los símbolos sagrados de la salvación: “llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo, en efecto, entra en nosotros por la Cruz”.
Y añade: “Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando se cumple cualquier otro misterio, allí está siempre este símbolo de la victoria”. Un signo que es, en verdad, “el signo de la bondad de Dios para con nosotros”.
Para cada uno de nosotros la Cruz es prenda de esperanza, señal de la gloria de la resurrección. Que el Señor nos conceda gloriarnos en su Cruz y, sobre todo, identificarnos con ella, hacerla nuestra, abandonándonos en las manos de Dios.
No nos faltarán, a lo largo de la vida, las experiencias de dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones y las burlas. Sin Cristo, resultarían insoportables. Con Él son redentoras, son fuente de vida.
En la celebración de la Santa Misa, se hace presente y actual el sacrificio de la Cruz. Para la remisión de los pecados, el Señor entrega su Cuerpo y su Sangre. La Eucaristía “re-presenta” el sacrificio de la Cruz, es su memorial y aplica su fruto. Una ofrenda, la del Señor, a la que se asocia la ofrenda de la Iglesia para interceder por todos los hombres.
Dios ha querido realizar la salvación de los hombres por medio de Jesucristo, muerto en la Cruz. Contemplando al Crucificado, encontramos la curación, la sanación radical de nuestra lejanía de Dios, que es el pecado.
No podemos olvidar las acciones del Señor. “Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación”, enseña el Concilio de Trento. La Cruz es “la escala del paraíso”, como decía Santa Rosa de Lima.
A Jesús, que “se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo” y “se rebajó incluso a la muerte, y una muerte de cruz”, Dios lo levantó y le concedió el “Nombre-sobre-todo-nombre” (cf Flp 2,6-11). Jesús es el Siervo doliente que “justifica a muchos cargando con las culpas de ellos” (cf Is 53). A Él se dirige la Iglesia diciéndole: “Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos, porque con tu cruz has redimido al mundo”.
La iniciativa de nuestra salvación no procede de nosotros, sino de Dios. La Cruz es el reflejo del contraste existente entre la generosidad del amor divino y la cicatería del egoísmo humano. Dios nos amó “y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4,10).
La redención es el resultado de un intercambio singular, en el que el Todo se da a cambio de la nada. Nada podíamos ofrecerle a Dios y Él, entregándonos a su Hijo, nos lo ha dado todo, amándonos “hasta el extremo”.
San Juan Crisóstomo exhorta a los cristianos a no avergonzarse de los símbolos sagrados de la salvación: “llevemos más bien por todas partes, como una corona, la Cruz de Cristo. Todo, en efecto, entra en nosotros por la Cruz”.
Y añade: “Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la Cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando se cumple cualquier otro misterio, allí está siempre este símbolo de la victoria”. Un signo que es, en verdad, “el signo de la bondad de Dios para con nosotros”.
Para cada uno de nosotros la Cruz es prenda de esperanza, señal de la gloria de la resurrección. Que el Señor nos conceda gloriarnos en su Cruz y, sobre todo, identificarnos con ella, hacerla nuestra, abandonándonos en las manos de Dios.
No nos faltarán, a lo largo de la vida, las experiencias de dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones y las burlas. Sin Cristo, resultarían insoportables. Con Él son redentoras, son fuente de vida.
En la celebración de la Santa Misa, se hace presente y actual el sacrificio de la Cruz. Para la remisión de los pecados, el Señor entrega su Cuerpo y su Sangre. La Eucaristía “re-presenta” el sacrificio de la Cruz, es su memorial y aplica su fruto. Una ofrenda, la del Señor, a la que se asocia la ofrenda de la Iglesia para interceder por todos los hombres.
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