lunes, 16 de agosto de 2010

Con los ojos del corazón

    En alguna medida todos somos buscadores de Dios. Buscamos su rostro, gozar de su intimidad, compartir su tarea, sentarnos a su mesa como hijos,.. Pero a Dios sólo lo pueden ver los ojos de un corazón limpio que ha sabido ponerle en el centro del querer, del pensar y del sentir; un corazón capaz, sí, de ver y transparentar a Dios, como el de Jesús.

Alguien ha dicho que toda persona tiene dentro de sí un hueco del tamaño de Dios. Por eso los hombres de todos los tiempos han sentido la necesidad de cubrir ese «bache» interior de tamaño descomunal, y no es extraño que se hayan dedicado (y todavía hoy) a rellenarlo con todo tipo de escombros y materiales varios... Pero al final, si uno es capaz de un poco de silencio y tiene la sinceridad de escuchar el eco interior, descubre que el hueco es algo parecido a la deuda externa del Tercer Mundo: en continua expansión y siempre insaciable.

Un gran torrente de buscadores de Dios que riega la Escritura entera y toda la historia de la humanidad han simbolizado los deseos de encontrar a Dios en el ansia por ver su rostro. El rostro de Dios significa el encuentro con su persona. Ya el gran Moisés, aprovechando su gran confianza con Yahveh, le pedía: «Déjame ver tu rostro» (Ex 33,18), y los salmistas continuarán con este gran deseo, hasta con impaciencia: «Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios?».

¿SE PUEDE VER EL ROSTRO DE DIOS?

El deseo de contemplar el rostro de Dios no es un simple deseo piadoso o emotivo, pues según nos dice lHn 3,2: «nos consta que, cuando aparezca, seremos semejantes a él y lo veremos como es». Y también san Pablo: «Todos nosotros, reflejando con el rostro descubierto la gloria del Señor, nos vamos transformando en su imagen con esplendor creciente» (2Cor 3,18).

Pero, ¿se puede ver el rostro de Dios? Ver es siempre un acto de dominio. Cuando vemos algo, lo conocemos, sabemos cómo situarnos ante ello y hasta controlarlo. Por eso Adán pretendía, después del pecado, que Dios no lo viera y se escondió. El salmista se pregunta dónde podrá huir para escapar de la mirada de Dios. Si Dios siempre nos tiene en su presencia, no ocurre igual al revés. Ya que Dios es «el que habita en una luz inaccesible, a quien nadie ha visto ni puede ver jamás» (ÍTirn 6,l6). Por eso Yahveh no atendió los deseos de su gran amigo: «mi rostro no podrás verlo, porque no puede verme el hombre y seguir viviendo» (Ex 33,20).

Ver el rostro de Dios, en la Escritura, tiene a menudo un sentido metafísico, y suele significar entrar en el santuario. Tiene estrecha relación con el culto. Otras veces es sinónimo de pedir ayuda: «Que el Señor te muestre tu rostro radiante y tenga piedad de ti» es la bendición del libro de los Números. Y también es un modo de decir que se está en buenas relaciones con Dios: «Dios habló con Moisés cara a cara» (Dt 34,10). Es decir, que ver el rostro de Dios es gozar de su intimidad, compartir su tarea, sentarse a su mesa, estar protegido por él, ser escuchado...

¿Tendremos que conformarnos con este sentido solamente? ¿Será absurda la pretensión de Juan de la Cruz cuando pedía: «descubre tu presencia, máteme tu vista y hermosura; mira que la dolencia de amor no se cura sino con la presencia y la figura»?. Y sobre todo, Jesús acaba de proclamar que «los limpios de corazón verán a Dios», ¿qué quiere decir con esto?

TENER EL CORAZÓN LIMPIO

Cuando la biblia habla de corazón se está refiriendo a lo profundo de la personalidad, donde brotan los pensamientos, la inteligencia, los sentimientos, los recuerdos, los proyectos, las decisiones, lo más íntimo y secreto del hombre, y que sólo se puede conocer a través del rostro, los labios y las acciones. Por esto es tan radical el mandamiento que pide amar al Señor tu Dios con todo tu corazón... Ya se sabe que «de dentro del corazón salen los malos pensamientos, fornicación, robos, asesinatos, adulterios, codicia, malicia, fraude, desenfreno, envidia, calumnia, arrogancia, desatino»
(Me 7,21).

La expresión judía «limpio de corazón» o «puro de corazón» viene de la espiritualidad de los Salmos. Significa la obediencia absoluta a Dios, ponerle en el centro del querer, pensar y sentir humanos. El corazón puro no es sólo el que tiene buenas intenciones, sino aquel del que proceden actos buenos, la conducta que permite acercarse a Dios: «¿Quién puede estar en el recinto sagrado? el hombre de manos inocentes (actos) y puro corazón» (Sal 24). El que tiene claro cuál es su tesoro y dónde está, y pone el rumbo directo hacia él. Cuando no se tiene un corazón limpio, buena conciencia y una fe no fingida, los discursos, las enseñanzas, las catequesis, se vuelven vacías, se habla sin saber lo que se dice ni entender el mensaje que se pretende explicar (ITim 1,5).

San Pablo preferirá traducir esta expresión por «conciencia»: «nuestro orgullo consiste en el testimonio de la conciencia. A saber, que por la gracia de Dios, y no por prudencia humana, me he comportado con todo el mundo... con la sencillez y sinceridad que Dios pide» (2 Cor 1,12).
Pero si el corazón humano es débil, con numerosos pliegues y recovecos, con frecuencia lleno de ídolos, con dobles intenciones, especialista en las máscaras, y de donde salen con facilidad las malas obras... ¿cómo se puede conseguir un corazón limpio? Sólo tiene un corazón limpio quien está habitado por Dios, quien está lleno de su luz. En definitiva: es un don suyo. Dice Atanasio que el corazón purificado ve a Dios en sí mismo como en un espejo. Por eso Dios nos hizo una promesa: «os daré un corazón nuevo... arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne... así haré que caminéis según mis preceptos y que cumpláis mis mandatos poniéndolos por obra» (Ex 36,26). Por eso se puede decir que tiene el corazón limpio quien está lleno del Espíritu Santo.

EL CORAZÓN DE JESÚS

Los limpios de corazón no sólo ven a Dios, sino que en ellos se ve a Dios. En ellos está Dios 0n 14,23). Por eso todo lo que llevamos dicho se ilumina especialmente mirando a Jesucristo, y lo que él llevaba en su corazón. Cuando Jesús miraba a los hombres sabía ver en ellos la imagen del Padre que él les había impreso en el día de la creación. Era capaz de descubrir detrás de la samaritana a una mujer sedienta de amor; detrás de Nicodemo a un hombre inquieto y buscador; detrás de la adúltera a una mujer necesitada de una palabra de perdón; detrás de los leprosos, sordos, paralíticos, etc. hijos de Dios que necesitaban ser rescatados de su marginación y tratados como hijos que eran; detrás de unos pescadores del lago de Galilea supo ver discípulos...

¿Qué llevaba Jesús en su corazón? Llevaba al Padre, a quien amaba con todo su corazón y todas sus fuerzas. Llevaba su Palabra (es el mejor lugar para llevarla, según lo que hemos explicado que es el corazón). Y llevaba el dolor de los hombres, a quienes sabía escuchar en profundidad y sobre quienes ponía sus manos limpias para curar, dar de comer, acariciar, bendecir, rescatar de las aguas, acoger...

El Maestro nos ha enseñado a ver en los hombres a Dios. Recordemos la parábola del juicio final: se salvan aquellos que supieron ver en el enfermo, el hambriento, el encarcelado, el desnudo, el emigrante... a Dios. Estos son los que tienen el corazón limpio, pues pueden ver a Dios. Y estos serán los que un día verán a Dios cara a cara, y serán semejantes a él. Así que: Sí se puede ver el rostro de Dios (hay que quitarse, claro, las «légañas»), y los muchos rostros de Dios que vayamos desvelando, nos prepararán para encontramos definitivamente con él, cara a cara.

Enrique Martínez de la Lama

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