Ramillete espiritual: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención.» Efes. 4, 30
«Yo haré, asnillo, que no cocees; no te alimentaré con cebada, sino con paja; te haré sufrir el hambre y la sed, y pondré sobre tus lomos una carga pesada». Así hablaba a su cuerpo Hilarión cuando se retiró al desierto. Y al morir ya centenario: «Sal, alma mía ¿qué esperas? Setenta años que sirves a Cristo, y ¿aún temes morir?».
Estamos ante un hombre que llamó poderosamente la atención en su tiempo y hasta nuestros días por su gran austeridad de vida y por los duros tormentos con que azotaba su pobre cuerpo.
Parece que nació en la villa palestinense de Tabatha allá por el año 271. Su vida es conocida gracias a San Jerónimo. En ella cuenta las maravillas que este hombre realizó en su vida dando testimonio de una extraordinaria vida mortificada. Hasta la Edad Media se extendió su fama llegando a ser uno de los Santos más conocidos y que más émulos tuvo en todos los tiempos. Era de familia noble y lo dejó todo por seguir a Jesucristo por el camino de la soledad y de la más estrecha mortificación. Él ha oído hablar maravillas de San Antonio Abad y un buen día se pone en camino para dar con su paradero y para ponerse a sus órdenes. Antonio lo recibió con gran bondad y pronto el discípulo supo imitar a su maestro. Una vez adoctrinado le dijo: «Marcha, hijo, a tu patria que allá te espera el Señor. Persevera en tus trabajos hasta el fin porque el Señor te hará probar la dulzura de cuanto por él se padece». Con esta bendición abandonó Hilarión Egipto y marchó de nuevo a su patria. Se retiró al desierto y empezó a llevar la misma vida que había visto en Antonio.
No era fuerte de complexión y sin embargo maceró su cuerpo con todas sus fuerzas. No llevó consigo nada más que un saco, la cogulla, una manta y la Biblia. Sí, algo más llevaba en su alma: grandes deseos de entrega a Dios y disponibilidad para mortificar su cuerpo hasta que éste tuviera resistencia.
Al inicio de su estancia en el desierto se le acercaron unos bandidos y al encontrarlo en aquel mísero estado le dijeron: - «Oye ¿qué harías si viniesen hasta aquí los ladrones?». - «El que está desnudo -contestó- nada tiene que temer». - «Pero te podrían matar». «Sí, contestó, pero estoy siempre dispuesto a morir». Aquellos bandoleros quedaron profundamente impresionados por la valentía de aquel hombre y se alejaron pensando en aquellas maravillas que acababan de escuchar.
El cuerpo lo tenía bien domado, pero a pesar de ello el demonio no dejaba de tentarle para hacerle caer en sus redes. El Señor permitía que pensamientos torpes acudieran a su mente y que visiones y ruidos muy raros quitaran la paz que se había propuesto vivir Hilarión. É1 no se arredraba por ello. Doblaba sus ayunos y penitencias. A veces les apostrofaba con ardorosas palabras y haciendo sobre ellos la señal de la cruz huían cobardemente.
Estaba todo el día ocupado: rezar, hacer y deshacer esteras, trabajar en un pequeño huertecillo, y dar buenos consejos a los que acudían a recibirlos. Más de una vez acudieron también a tentarle, pero él sabía el remedio para ahuyentar estos demonios: Huir y hacerles huir a ellos. No darles conversación. No volver la mirada hacia ellos. Darse una buena disciplina. Así dominaba la tentación bajo las tres formas de mundo, demonio y su propia carne que era la que más le atormentaba.
Los últimos años los pasó caminando de una parte a otra predicando siempre más con el ejemplo maravilloso de su vida que con sus palabras aunque éstas también arrojaban el fuego que tenía dentro de su alma. Obró muchos milagros y pronto delataban su presencia. Lleno de méritos partió a la eternidad el año 371.
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