La Trinidad por Lorenzo Lotto , 1523
SAN ATANASIO (295 - 373)
VIDA
Por conjeturas más que por certezas
históricas el nacimiento y la infancia de Atanasio se sitúa verosímilmente en
Alejandría hacia fines del siglo III y principios del IV. Epoca de persecución,
¿de la que él mismo no parece haber guardado un recuerdo preciso, sin duda
porque era entonces muy niño.
Es alrededor del año 320 cuando el Obispo
Alejandro, habiendo descubierto al joven Atanasio, lo unió a su persona en
calidad de secretario y le confirió el diaconado. Con este carácter lo llevó
consigo al Concilio de Nicea. El joven diácono no trabaja evidentemente sino
entre bastidores, pero revela ya su personalidad: a ciertos prelados les parece
temible desde ese momento. En 328, según las mejores fuentes, Atanasio fue
llevado a suceder a su Obispo difunto. Debe notarse, a este propósito, que más
tarde algunos reprocharon a Atanasio el haber sido nombrado Obispo antes de la
edad canónica de los treinta años. Como parece que la fecha de su elección al
Episcopado es la mejor establecida, ¿habrá entonces que acercar algunos años la
fecha de su nacimiento y colocarla entre 298 y 300, en lugar de 295?
Sea lo que sea, ya era un joven Obispo, y tenía
que asumir una tarea extremadamente ardua. Pero Atanasio era un jefe nato. Una
madurez precoz y una gran cultura suplían su inexperiencia, mientras que la
juventud le daba a la acción un indomable vigor.
La aclamación popular que según la costumbre lo
había llevado al Episcopado era de las más elogiosas: “He aquí a un hombre
auténtico, con energía, un verdadero cristiano, un asceta, digno de ser Obispo”.( El Símbolo Quicumque es una profesión de fe que también se ha denominado Símbolo Atanasiano por haber sido atribuido durante toda la Edad Media al obispo de Alejandría san Atanasio.
A pesar de no haber sido redactado por ningún concilio ecuménico, «de
hecho, este símbolo alcanzó tanta autoridad en la Iglesia, tanto
occidental como oriental, que entró en el uso litúrgico y ha de tenerse
por verdadera definición de fe» . Recibe el nombre de Quicumque por la palabra con la que comienza.)
Sus primeras “Cartas pascuales” lo muestran
preocupado en fortificar la Fe de sus ovejas. Con este objeto visita su
diócesis, sucesivamente la Pentápolis, la Ammonia y la Tebaida. Así como antes
de su Episcopado se había encontrado más de una vez con San Antonio, el
Patriarca de los anacoretas, así también ahora trababa amistad con San Pacomio,
el gran legislador de la vida cenobítica. Este veneraba ya en el Patriarca de
Alejandría “el hombre Cristóforo”, al “Padre de la fe ortodoxa en Cristo”.
Dos sectas heréticas, los arrianos y los
melecianos, turbaban entonces a la cristiandad y especialmente a la diócesis de
Alejandría. Denunciado por sus adversarios el Emperador Constantino, el cual se
mostraba entonces favorable a Arrio, Atanasio fue llamado a Nicomedia, y logró
disculparse de las necias acusaciones lanzadas contra él. Además, no temió hacer
frente al Emperador, quien lo le pedía sin embargo sino la rehabilitación de
Arrio (332).
Durante las medidas de represión contra los
melecianos, el Obispo hereje de Hipselis, Arsenio, desapareció repentinamente.
No se dejó de acusar a Atanasio de haberlo hecho asesinar. Juzgado por Delmacio,
hermano de Constantino, el asunto fue archivado muy pronto, porque se acababa de
encontrar a Arsenio con buena salud: simplemente se había escondido.
Sin embargo, decidido a terminar con la querella
arriana que desde hacía I0 años desgarraba a la Iglesia de Oriente, Constantino
acusó a los Obispos ortodoxos, a los que se atenían a las definiciones del
Concilio de Nicea, que él juzgaba demasiado intransigentes: muchos fueron
depuestos y desterrados.
Por otra parte, el Emperador, constituyéndose
maestro de la doctrina, hizo que Arrio firmara una profesión de fe sobradamente
anodina y equívoca para ser interpretada en el sentido de la ortodoxia. Pero
satisfaciéndole a él al menos, exigió entonces que el heresiarca fuese
reintegrado en el clero de Alejandría. ¡Nuevo rechazo categórico de Atanasio!
En 335, trigésimo aniversario de la Coronación de
Constantino, décimo aniversario del Concilio de Nicea, Atanasio debió comparecer
ante el Concilio de Tiro. Decimos bien “comparecer”, porque Atanasio no fue
invitado como miembro del Concilio, sino que se le llamó como acusado. La
asamblea no estaba compuesta sino casi de sus adversarios. “Los herejes se
portaron como fieras”, escribe un testigo. Los más o menos 50 obispos que
Atanasio llevaba consigo fueron desposeídos. Apenas abordaba la cuestión de la
reconciliación de Arrio, no hubo sino los viejos cuentos de asuntos ya juzgados;
pues la sentencia estaba dictada de antemano: el Obispo de Alejandría quedaba
depuesto, mientras que Arrio era amnistiado. Atanasio apeló al Emperador. Pero
éste, después de aparentar escucharlo con benevolencia y de darle la razón,
ratificó el juicio del seudoconcilio de Tiro, y aun lo agravó con la condenación
al destierro, asignándole como residencia Tréveris, en el norte de las Galias.
¡Triunfo insolente de los arrianos y de los
melecianos! Vehementes protestas de cristianos ortodoxos. Dos años de
perturbaciones. Y la Sede de Alejandría vacante.
Pero la correspondencia de Atanasio de esta época
es el testimonio tanto de la fe heroica con la que él soportaba su prueba como
del paternal celo con el que sostenía el ánimo de sus fieles. Estos le
correspondían con adhesión filial: en vano los eusebianos trataron de
aprovecharse de la confusión para reintegrar a Arrio.
Muerto el heresiarca en 336, no por eso dejó de
negarse Constantino a abrogar su decisión, y opuso un final de absoluto rechazo
obstinado a las instancias que pedían el retorno de Atanasio. Sin embargo, el
Emperador murió a su vez en 337.
Muerto Constantino, Atanasio fue repatriado y tomó
de nuevo posesión de su cargo, no sin que los arrianos, sin embargo, intentasen
oponerle un rival, Pisto, y de hacerlo reconocer por el Papa Julio. Atanasio
reunió un centenar de Obispos egipcios para obtener de ellos la firma de una
protesta que contrarrestaría ante el Soberano Pontífice la demanda de los
arrianos. Pero un verdadero motín, provocado por la llegada de Gregorio de
Capadocia, nuevo candidato arriano al Episcopado, por la complicidad del
Prefecto de Egipto, Filagrio, les permitió a los herejes apoderarse de las
Iglesias. Atanacio fue expulsado, reducido a escribir una indignada protesta, su
famosa “Carta Encíclica”.
Atanasio se presentó espontáneamente en Roma para
defender su causa y la de su diócesis. Habiendo sido rechazado por los
Orientales un proyecto de Concilio en Antioquía, una asamblea de cincuenta
obispos, en la propia Roma, bajo la presidencia del Papa Julio, rehabilitó
solemnemente al Obispo de Alejandría. Luego, por la intervención del Emperador,
se decidió reunir un Concilio Ecuménico en Sárdica, frontera de Oriente y el
Occidente (343). El cual fue un fiasco. Los Orientales, en bloque, declararon
atenerse a la sentencia del Concilio de Tiro sobre Atanasio. Y a pesar de las
pláticas proseguidas el año siguiente entre los obispos y el emperador, la
cuestión no avanzó. La persona de Atanasio y la legitimidad del Obispo de
Alejandría seguían siendo el gran motivo de división.
Unicamente la Providencia podía poner remedio. Lo
puso retirando de este mundo al intruso, Gregorio de Capadocia, en julio de 345.
El emperador Constancio, que no había osado descartarlo, al menos prohibió que
se le diera un sucesor, y llamó a Atanasio. Desconfiado, y con razón, el santo
obispo no respondió inmediatamente. No entró en confianza sino después de haber
vuelo a ver en Roma al emperador Constante y al Papa Julio. Pasó entonces por
Antioquía, provisto de cartas del emperador Constancio para obispos, clérigos,
funcionarios y el pueblo de Alejandría, cartas que concedían al antiguo exiliado
una amnistía total. Atanasio entró trinfalmente en su ciudad episcopal el 2I de
octubre de 346.
Transcurren entonces I0 años de apaciguamiento, so
no de paz total y definitiva, que el Pastor de dedicó a aprovechar al máximo. El
Alejandría misma, luego en todo el Egipto, su celo reaviva la fe católica; luego
organiza su propagación hasta en Etiopía y en Arabia. Sus relaciones con los
monjes ascetas del desierto le proporcionan ejemplos para estimular el fervor de
los fieles. Este período es también el de una gran fecundidad literaria.
Pero, si su pueblo lo veneraba, sus enemigos no se
habían desarmado. A la muerte del emperador Constante, Constancio, cuya
duplicidad temía con razón Atanasio, se hizo de nuevo el cómplice de aquellos
Orientales que no cesaban de reclamar la aplicación de las sentencias de
expulsión pronunciadas contra Atanasio en Tiro y en Sádica. Dos concilios
sucesivos, en Arlés y luego en Milán, recibieron la orden del emperador de
consentir en la condenación de Atanasio: en cuanto a los oponente, fueron
castigados con el exilio. En vano el obispo de Alejandría intentó presentar su
defensa. En el curso del estío de 355 llegó un cierto Diogenes, emisario del
emperador, con el solo objeto de fomentar conflictos; inmediatamente le siguió
la banda armada del famoso Siriano, que invadió las iglesias. Atanasio no escapó
de ser muerto sino en el momento preciso.
Tercer destierro del santo Obispo. Tercer
usurpador arriano en la sede episcopal de Alejandría, Jorge de Capadocia. El
pueblo se hizo el vacío al nuevo intruso: las iglesias se vaciaron. El
proscrito, por su parte, no salió de Egipto esta vez: despintando hábilmente las
indagaciones de la policía, gracias a la adhesión muchas veces heroica de los
monjes y de los solitarios, aprovechó sus largas jornadas de soledad para
meditar y escribir, a menudo en forma de cartas, verdaderos tratados
doctrinales.
“Desde allí Atanasio animaba a algunos obispos de
Egipto partidarios de su causa; desde allí dirigía cartas apostólicas a su
Iglesia de Alejandría; desde allí respondía sabiamente a los herejes; desde allí
lanzaba anatemas contra los perseguidores… Desde elfondo de su celda era el
Patriarca invisible de Egipto” (Villemain).
Sin embargo, el arrianismo se divide en dos ramas:
los ultras y los moderados. Y la política de péndulo de Constancio del disgusta
a unos y a otros al tratar de conciliarlos. El emperador muere en diciembre de
36I, muy a tiempo de escapar a los golpes de su rival Juliano el Apóstata que ya
marchaba contra él. Con el gesto de apaciguamiento el nuevo monarca llama al
desterrado: habiendo sido muerto el Obispo arriano Jorge por los ortodoxos al
día siguiente de la muerte el emperador, sin ningún obstáculo puede recuperar
Atanasio la posesión de su sede, y tener allí el famoso sínodo que debería ser
decisivo en la querella arriana.
Más, apenas a los ocho meses, Juliano siente celos
de la influencia de Atanasio, “¡este enemigo de los dioses”! Y escribe:
“Habíamos permitido, hace poco, que los galileos expulsados por Constancio (de
feliz memoria) volvieran no a sus iglesias, sino a su patria. Sin embargo, sé
que Atanasio, el muy audaz, llevado por su acostumbrada impetuosidad se presentó
a tomar de nuevo lo que ellos llaman el trono episcopal, con gran disgusto del
pueblo religioso de Alejandría. Por lo cual le damos a conocer la orden de que
salga de la ciudad, a partir del día mismo en que haya recibido estas cartas de
nuestra clemencia, inmediatamente. Si permanece en el interior de la ciudad,
pronunciaremos contra él penas más rigurosas”. Y ante una súplica de los
alejandrinos, el emperador vierte toda su cólera. “¡Pluguiera al cielo que da
dañosa influencia de la escuela impía de Atanasio se limitara a él solo! Pero se
ejerce sobre un gran número de hombres distinguidos entre vosotros. Cosa fácil
de explicar, porque de todos aquellos que podíais haber escogido para
interpretar las Escrituras, ninguno es peor que aquel por el que intercedéis. Si
es por sus talentos por lo que apreciáis a Atanasio –porque sé que es un hombre
superior—y por lo que me hacéis tales instancias, sabed que es por esto mismo
por lo que ha sido expulsado de vuestra ciudad”. Siendo de tal adversario, el
homenaje no tiene sino más valor. Pero subraya el furor del Apóstata al solo
nombre de Atanasio. El edicto de proscripción era irrevocable (octubre de 362).
Sin embargo, el santo Patriarca conservaba su
serenidad y reanimaba la esperanza de los suyos: “Ligera nube que pasará muy
pronto”, decía. Perseguido sobre las aguas del Nilo por los emisarios del
emperador, tuvo la astucia de dar la media vuelta y de salirles al encuentro.
Ellos se cruzaron con él sin sospechar de ninguna manera que aquél era el
fugitivo.
¡Exilio fecundo, una vez más! Huésped en la isla
de Tabernna y en su célebre monasterio, Atanasio se documenta sobre la vida
monástica, su espíritu y sus exigencias.
Al año siguiente fue muerto Juliano en el curso de
su campaña contra los persas (junio de 363). Su sucesor, Joviano, se apresuró a
hacer volver a Atanasio, el cual, tras de una corta aparición en Alejandría, se
presentó en Antioquía a fin de entrevistarse allí con el emperador e intentar,
en vano por lo demás, poner fin al cisma que dividía a esta cristiandad.
Los acontecimientos se precipitan. En febrero de
364, Joviano muere accidentalmente. Su sucesor, Valente, arriano fanático,
expulsa una vez más a Atanasio. Pero cediendo a la presión popular que reclama
su obispo, el príncipe no tarda en anular su decisión, y Atanasio vuelve
finalmente a Alejandría para no volver a salir de ella (febrero de 366).
Período de calma, eminentemente favorable para
estudiar y escribir. Sin descuidar la enseñanza mediante la predicación y las
cartas a su pueblo y a la cristiandad contemporánea, Atanasio escribe para la
posteridad.
Durante 46 años ha sido el Jefe de la Iglesia de
Alejandría. Y si más de I7 de esos años han pasado en el exilio, no deben
deducirse de su gobierno real. Porque este perpetuo proscrito no estaba
verdaderamente separado de sus fieles: su ejemplo, su oración, su sufrimientos,
son otras tantas pruebas de su apego al rebaño que la Providencia le había
confiado; y su larga inmolación, como la de Cristo, es más bien el punto
culminante de su acción redentora.
Al cabo de carrera de alrededor de 75 años, la
hora del descanso eterno sonó para Atanasio en la noche del 2 al 3 de mayo de
373.
El primero de los obispos no mártires que la
Iglesia ha colocado en los altares ¿no fue San Atanasio mártir a su manera, si
se toman en cuenta las persecuciones que sufrió toda su vida? Aunque sin efusión
de sangre, ¡cuándo sufrió por la Fe! En rodó caso trabajó prodigiosamente en
defenderla y extenderla. Por esta razón él es cronológicamente el primero de los
Doctores y Padres de la Iglesia.
OBRAS
infatigable cuanto luchador invencible, San
Atanasio pudo dedicarse al mismo tiempo a un trabajo intelectual intenso y a un
combate sin tregua. Jamás lo rozó el desaliento; y si después de cada exilio
volvía a su sede episcopal como al puesto que la Providencia le había asignado,
los largos períodos de proscripción le sevían de descansos no menos
providenciales que utilizaba al máximo para acrecentar su cultura intelectual y
su vida sobrenatural.
La primera en tiempo de las obras de San Atanasio
parece ser su Contra los Paganos y sobre la Encarnación del Verbo.
Obra de juventud, puede decirse, a juzgar por la composición todavía torpe. Por
otra parte no hace en ella ninguna ilusión al arrianismo: señal de que la
herejía aún no se propagaba y de que Atanasio no era todavía obispo. La primera
parte del libro es una apología del cristianismo frente a errores del paganismo;
la segunda, una exposición de motivos teológicos de la Encarnación. Más su obra
literaria, tanto como su acción pastoral, se centra en el arrianismo.
Por haber falseado la herejía el sentido de una
frase de Jesús citada en el Evangelio: “Todo me ha sido entregado por mi Padre”
(Mt II, 27), queriendo ver en ella no solamente una subordinación sino una
inferioridad del Hijo de Dios respecto del Padre, Atanasio reivindica la
igualdad de las personas divinas concordando con el texto de San Mateo este otro
de San Juan: “Todo lo que tiene el Padre es igualmente Mío” (Jn I6,15). La Carta
Encíclica de los Obispos, escrita en el momento de su partida para el segundo
destierro (339) es una vigorosa protesta contra la intrusión del obispo arriano
Gregorio de Capadocia en la sede de Alejandría. Al mismo tiempo que un cuadro de
las violencias a las que ha dado lugar la usurpación, se ve allí una descripción
del estado de la diócesis y de la Iglesia en esa época.
Los diez años de tranquilidad relativa (346-356)
se distinguen sin embargo por la aparición de sus obras más importantes: la
Apología contra los Arrianos, la Epístola sobre los decretos del Concilio de
Nicea, la Epístola sobre la doctrina de Dionisio.
La Apología, también llamada Syllogus o
colección, es un conjunto de documentos. Apología personal, puesto que el autor
refuta una a una las acusaciones con que los arrianos han querido anonadarlo en
Tiro y en Filipopolis; pero sobre todo Apología de la Fe cristiana contra los
absurdos y contra los errores acumulados por los herejes.
La Epístola sobre los decretos de Nicea, en
su título completo resume todo su objeto: “De cómo el concilio de Nicea, por
la razón de la malicia de los eusebianos, formuló como debía ser, y conforme a
la religión, lo que definió contra el arrianismo”. Sigue la historia
del famoso término “consubstancial” que los Padres del Concilio habían
inventado para expresar de manera indiscutible la igualdad y la unidad de
naturaleza entre el Padre y el Hijo.
También contra los arrianos es el opúsculo sobre
la doctrina de Dionisio. Este Dionisio era uno de los predecesores de Atanasio,
de un siglo atrás, en la sede episcopal de Alejandría. Los herejes habían
espigado en una de sus cartas fórmulas que presentaban como favorables a sus
ideas: “¡Nada de eso!, replica Atanasio. El parecer de Dionisio concuerda, al
contrario, con la enseñanza del Concilio de Nicea; y los arrianos lo calumnian
cuando lo toman por uno de sus precursores. Si habló de cierta inferioridad de
Cristo respecto de Dios, no se trataba allí sino de su naturaleza humana y no de
la Persona del Verbo”.
Cuidadoso de prevenir a sus colegas y sufragáremos
contra las maniobras insidiosas de los arrianos, y en particular contra un nuevo
símbolo que se disponían a propagar, Atanasio escribió en 356 la Carta a los
Obispos de Egipto y de Libia que los exhorta a adherirse firmemente y
exclusivamente al Símbolo de Nicea.
Por el deseo expresado por los monjes de la
Tebaide, Atanasio escribe también para ellos una Historia de los
Arrianos, menos ciertamente una génesis y una exposición de la doctrina que
un relato de los excesos de todas clases a los que se entregaron los herejes y
de los que él mismo, en medio de su pueblo, ha sido testigo y víctima; y esto en
un tono de confidencias que dejan lugar a veces a protestas indignadas.
A uno de sus amigos, Serapión, Obispo de Timuis,
que le pedía lo ilustrara sobre el arrianismo y la muerte de Arrio, Atanasio le
dedica primeramente su Historia de los arrianos destinada a los monjes;
luego, completa el envío con un relato de la muerte del heresiarca que le había
transmitido uno de sus sacerdotes, Macario, presente en Constantinopla durante
aquel acontecimiento. Habiéndose presentado en la capital, donde Eusebio de
Nicomedia queria proceder a su rehabilitacion solemne, Arrio comparecio ante
Constantino. A requerimiento del emperador, afirmó con juramento que él mantenia
la Fe católica: “Si tu fe es verdaderamente católica, concluyó el imperial
árbito, con razón prestaste juramento, pero si es impía, que Dios te juzgue por
tu juramento”. Sin embargo, el viejo obispo de Constantinopla, Alejandro,
impotente ya para conjurar el escándalo, suplicó al Señor, o bien que ocurriera
todo de suerte que su iglesia no fuera profanada. Y he aquí que esa tarde misma,
mientras que un cortejo triunfal conducía a Arrio o su trono, el heresiarca fue
presa de un malestar súbito: obligado a buscar un lugar apartado, se le halló
tendido, y pocos instantes más tarde herido por una muerte tan ignominiosa que
para describirla los historiadores han tenido que recurrir a las palabras de la
Escritura relativas a la muerte de Judas: “ Sus entrañas se
esparcieron”.—Seguramente que los ortodoxos y aun muchos de los arrianos vieron
en esto un castigo de Dios.
Los cuatro discursos (o libros) contra los
arrianos, la obra más importante de San Atanasio, constituyen un tratado
apologético y dogmático a la vez. Después de una exposición de la doctrina
arriana, la refuta a fuerza de textos escriturarios, corroborados por argumentos
de razón; y luego reafirma claramente la distinción de las Personas y la unidad
de naturaleza en el Misterio de la Santísima Trinidad.
Nueva consulta del Obispo de Timuis, Serapión, a
propósito de un error del que él ha sido eco, error según el cual la tercera
Persona de la Santísima Trinidad sería creada, algo así como espíritu superior
para servir de instrumento al Verbo en la obra de la santificación de las almas.
Recibe de Atanasio “cuatro cartas” que
enseñan una vez más la divinidad del Espíritu Santo, su igualdad y su unidad de
naturaleza con el Padre y el Hijo.
“El opúsculo sobre Sínodos” subraya las
incertidumbres y las variaciones, en suma la anarquía doctrinal de los
seudo-concilios de Rímini y de Seleucia, que contrastan con la intangibilidad
del Símbolo de Nicea.
En la época del Concilio de Atioquía fue Atanasio
quien tomó la iniciativa de reunir en Alejandría el célebre “Concilio de
Confesores” que reunió a 2I obispos de Italia, de Libra y de Egipto. Y fue él
quien redactó entonces la Carta a los Antioqueños, en la cual esos pocos
delegados afirmaban su fe en todo conforme con los decretos de Nicea.
Otra carta sinodal, la Epístola a los Africanos,
escrita durante una reunión de 90 obispos de Egipto y de Libia para poner en
guardia a sus colegas de Africa occidental contra el símbolo de Rímini que los
herejes trataban de establecer en lugar del de Nicea.
¿Le pregunta el emperador Joviano cuál es la regla
de la ortodoxia? Atanasio no le propone ninguna otra sino el Símbolo de Nicea,
adoptado desde entonces en todo el mundo cristiano.
Al margen del arrianismo, Epicteto, obispo de
Corinto, señala dos nuevos errores. El uno pretende que en la Encarnación al
Verbo divino se troncó en un ser corporal, sufriendo con este hecho una
verdadera pérdida. Y ese cuerpo no había sido formado de la substancia de la
Virgen María, sino llevado del cielo; en fin, ese cuerpo sería divino. Y por lo
tanto, durante la pasión de Cristo ¿la divinidad misma sufrió?
La otra herejía sostenía que el Verbo no estaba en
Cristo sino de la manera como habita en el alma de los profetas o de los santos;
que consiguientemente Cristo no sería en verdad Hijo de Dios y Dios El mismo. La
Carta a Epicteto les ajusta las cuentas a esas dos innovaciones y resume
todo el dogma católico concerniente al Misterio de la Encarnación. Este texto no
cesará de cobrar autoridad, citado por San Epifanio, invocado por San Cirilo de
Alejandría.
Adolfo, obispo de Onufis, se encuentra ante una
tercera herejía: dualidad de personas en Cristo; y, como consecuencia, aunque se
debe adorar al Verbo, se debe negar la adoración a la humanidad de Cristo. La
carta de Atanasio, recordando el dogma de la unidad de persona en Cristo,
demuestra que en lo sucesivo no puede uno contentarse con adorar al Verbo
eterno, pues se debe adorar al Verbo que se dignó revertirse de la “forma de
esclavo” para la salvación de la humanidad.
Al Filósofo Máximo, que relata a su vez los
errores precedentes, Atanasio le responde con las mismas refutaciones, y termina
siempre rindiendo homenaje al “Cristo de Gloria en el cual están
simultáneamente el poder divino y la flaqueza humana”.
Se discute ahora, aunque no se rechaza
categóricamente, la autenticidad de obras atribuidas por mucho tiempo a la pluma
de San Atanasio: por ejemplo: “La Exposición de la fe”, “El Gran discurso sobre
la fe”, “El libro sobre la Encarnación del Verbo y contra los arrianos”, dos
libros contra Apolinar intitulados “De la encarnación de Nuestro Señor
Jesucristo” y “Del saludable advenimiento de Jesucristo”.
La identidad del tema y la concordancia de la
doctrina explican que la tradición haya creído adivinar en esas obras el sello
de San Atanasio; mientras que ciertas diferencias de forma autorizan a ver en
ellas la señal de otra mano.
Al defensor intrépido del dogma católico se unía,
en Atanasio, el pastor cuidadoso de alimentar a su rebaño y el santo que se
deleitaba en la meditación de las cosas divinas. Esto lo prueban sus Cartas
Pascuales o festales, que durante mucho tiempo se creyeron perdidas, pero de
las que felizmente se ha hallado, a mediados del siglo pasado, una versión
siriaca, si no completa, al menos muy importante para conocer el pensamiento del
autor. Un poco como los edictos cuaresmales de los obispos contemporáneos, esas
cartas son algo así como circulares que recuerdan a los fieles los deberes
esenciales de la vida cristiana. Una de ellas contiene el catálogo de los Libros
Sagrados establecido en esa época. Luego, un índice permite situar en fechas
precisas, con los episodios de la vida de San Atanasio mismo, los grandes
acontecimientos de la época.
La interpretación de los Salmos, bajo la
forma de instrucciones familiares dadas por un viejo a un solitario llamado
Marcelino, es menos un estudio exegético que una disertación sobre su sentido
profético y la aplicación que los cristianos pueden hacer de ellos en la vida
corriente.
Cartas, cuya mayor parte se han perdido, cartas de
dirección espiritual dirigidas a monjes inquietos, o aclaraciones dogmáticas o
morales, en respuesta a las cuestiones planteadas por los corresponsales,
obispos sobre todo, acaban de poner de relieve la universalidad del genio de San
Atanasio y el incomparable prestigio de que gozaba entre sus contemporáneos.
En fin, coronando esta obra literaria inmensa,
la Vida de San Antonio, de la que San Gregorio de Nacianzo pudo decir que
“Bajo la forma de historia, promulga la regla de la vida monástica”. Y en
efecto, fue en atención a los monjes occidentales por lo que Atanasio escribió
esa vida, en que el ejemplo concreto del gran patriarca de los solitarios hace
las veces de los principios abstractos. Traducida al latín, esta obra ejerció
una influencia considerable en el desenvolvimiento de la ascesis y del
monaquismo en Italia y en las Galias, tanto como en el Oriente.
Es relativamente fácil hacer la síntesis de la
teología de San Atanasio, aun cuando no la hallemos establecida en un cuerpo de
doctrina sistemática, porque toda entera gravita alrededor de la Persona del
Verbo: el Verbo en su existencia eterna en el seno del Padre, divina Sabiduría
en la obra de la Creación; luego, el Verbo encarnado, Dios hecho hombre para
cumplir la obra de la Redención.
El símbolo que la liturgia hace recitar el domingo
en el oficio de Prima y que le es atribuido, es ciertamente en efecto una
condensación de las grandes verdades reafirmadas entonces: la Unidad de Dios en
la Trinidad de Personas Divinas iguales y consubstanciales: generación del Hijo
por el Padre, procesión del Espíritu Santo a la vez del Padre y del Hijo;
Encarnación del Verbo, con dualidad de naturalezas y unidad de Personas,
humanidad verdadera de Cristo al mismo tiempo que divinidad real. Redención del
mundo operada por la Pasión y la muerte de Cristo, su resurrección y su
ascensión; en fin, su retorno futuro para juzgar a la humanidad eterna.
Menos especulativo que práctico, este Doctor no se
complace en elaborar sabios sistemas: quiere inculcar en el pueblo las grandes
verdades relativas, y para conseguirlo no teme repetirlas minuciosamente. Su
razonamiento parece simplista: puesto el principio de la fe de que Cristo vino
para salvarnos, esto es, para hacer de nosotros hijos de Dios, es forzoso
claramente que El mismo sea Dios. ¿Cómo perdía El divinizar a los hombres si El
mismo no fuese Dios? Nadie puede dar lo que no tiene. “El Verbo se hizo hombre
para hacernos divinos”, repite sin cesar. Esta idea fundamental dominaba para él
todas las polémicas; lo mantenía fuerte a pesar de sus propios sufrimientos al
mismo tiempo que inspiraba toda su enseñanza. Es ella el centro de su doctrina:
y si su duelo con Arrio hizo de él el gran héroe de su siglo, es la intuición
genial, más que esto, la gran Luz de la Fe sobre la realidad y el objeto de la
Encarnación los que hace de San Atanasio un Doctor de la Iglesia universal.
Su fidelidad a la enseñanza tradicional de la
Iglesia, en particular su asesino a las definiciones del Concilio de
Nicea, le han valido, entre los Padres de la Iglesia, el título excepcional
de “Padre de la ortodoxia”. De una inteligencia extraordinariamente
penetrante y de una cultura extremadamente extensa, San Atanasio era, además,
tanto como sus principales adversarios, un oriental, experto como ellos en todas
las sutilezas de la mentalidad oriental, capaz de desbaratar las argucias y los
lazos que ellos le tendían. Inflexible en materia de principios, y de una
indomable energía, muchas veces se le consideró como intransigente y fanático.
San Epifanio lo pinta con una palabra: “Persuadía, exhortaba, pero si se le
resistía destrozaba”. -Sin embargo, no llegaba a este extremo sino respecto
a la mala fe obstinada. El mismo describe su método: “Lo propio de la
religión no es constreñir, sino convencer”.
Su sumisión a la autoridad de la Iglesia era a la
vez una garantía y una nueva expresión de su celo en defensa de la Fe. La
Iglesia católica y apostólica no es, para él, sino la Iglesia Romana: es el
Obispo de Roma el que ocupa la “Sede Apostólica”. Por esta adhesión con hechos
más que con palabras el Santo Obispo de Alejandra figura todavía como modelo y
precursor. Porque si hubo de hacer frente a lo que los historiadores han llamado
“el gran asalto de la inteligencia” contra la Fe, debió resistir también a la
intrusión del poder civil en el dogma y la disciplina de la Iglesia. A las
persecuciones anteriormente dirigidas por los paganos contra el Cristianismo, ha
sucedido la lucha entre cristianos, la primera guerra de religión, herejes
contra ortodoxos; y los emperadores, por autoritarismo, lo más a menudo
estuvieron en el campo herético: “En materia de Fe, mi voluntad es ley”
declaraba un Constancio.
Elevado al episcopado al día siguiente del edicto
de Milán, San Atanasio fue uno de los primeros jefes de la Iglesia en aprovechar
la protección del poder civil; pero también uno de los primeros en constatar
cuán indiscreto e invasor podía volverse el dicho favor, a cuánta confusión de
los dos poderes podía conducir, a cuántas usurpaciones dio lugar de hecho.
Consciente de su autoridad sobrenatural, y a riesgo de exponerse a la venganza
de los todopoderosos monarcas, no temió poner al César en un lugar: “No le está
permitido al poder del Estado mezclarse en el gobierno de la Iglesia” proclamó
en el Concilio de Milán. Y sin retroceder ante el vigor de la expresión,
agradaba: “De obispos no se hará eunucos”. Defensor de la autoridad y de la
disciplina tanto como de la doctrina, San Atanasio es por consiguiente el tipo
acabado del obispo, “el vigilante jefe y pastor que alimenta a su rebaño”.
Bossuet, en la “Défonse de la tradition et des
saints Péres”, escribe: “El carácter de San Atanasio consiste en
ser grande en todas las ocasiones”. ¿Hay un panegírico más elocuente? Este
juicio no hace sino condensar en una expresión lapidaria los elogios otorgados
por los siglos al Patriarca de Alejandría.
Escritor de una fecundidad prodigiosa, de
pensamiento profundo, de poderosa argumentación, de estilo claro y nervioso,
Atanasio, consagrando sin reserva alguna el excepcional genio de que la
Providencia lo había dotado a la causa de Dios se hizo uno de los más ilustres
Doctores y Maestros en la Iglesia de Cristo, cuya misión es defender y propagar
la verdad divina.
Pero el temple de su voluntad no era menor que la
lucidez de su inteligencia. Aunque no lo hubiese querido, las circunstancias,
luchas, contradicciones, persecuciones lo obligaron a desplegar todos los
recursos de su energía, de su tenacidad: “Fue él de la categoría de los
espíritus vigorosos tales como los exigen las horas decisivas. Constantemente,
durante su vida tan llena de vicisitudes, se mostró presto a soportar los
últimos sufrimientos por su Fe. En la cual permanecía inquebrantable; la
defendió contra todos los ataques; tras de sí arrastró a los espíritus
oscilantes… La grandeza de su carácter está fuera de duda”. I
Pero el motor que animaba tan maravilloso conjunto
era el apasionado amor a Jesucristo. Es allí donde se debe buscar la explicación
de sus trabajos, de sus gozos, y de sus sufrimientos, de su arrojo y de sus
indignaciones, de sus amistades y de sus anatemas. Atanasio fue un héroe sólo
porque era Santo, y un Santo en el que sus contemporáneos mismos veían un
acabado modelo de vida cristiana: “Ensalzar a Atanasio es ensalzar la
virtud misma” exclamaba San Gregorio de Nacianzo. En efecto, ¿no es celebrar
las glorias de la virtud el hacer conocer una vida que realizó todas las
virtudes a la vez? (Discurso XXI).
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