Ante la convulsión del mundo árabe, derivada en una feroz persecución religiosa a los cristianos, escuchemos al Romano Pontífice predicando al orbe católico:
Extraido de RadioCristiandad
Hemos escuchado el mensaje de los cristianos de Oriente. Nos describe la lamentable situación de Jerusalén y del pueblo de Dios. Nos relata como la ciudad del Rey de Reyes, que trasmitió la fe pura a todas las otras ciudades, fue obligada a pagar tributo a las supersticiones paganas. Y como el milagroso Sepulcro, donde la muerte no podía guardar a su Prisionero, el Sepulcro que es la fuente de la vida futura y, sobre todo, donde el Sol de la Resurrección se levantó, fue ensuciado por aquellos que no se levantarán de nuevo excepto para servir de paja para el fuego eterno.
Una victoriosa impiedad ha cubierto de tinieblas las tierras más fértiles de Asia. Las ciudades de Antioquía, Éfeso y Nicea ya han sido tomadas por los musulmanes. Las hordas bárbaras de los Turcos han colocado sus estandartes en las mismas fronteras de Helesponto, donde amenazan a todas las naciones cristianas. Si el único Dios verdadero no contiene su triunfante marcha, armando a sus hijos, ¿qué nación, qué reino podrá cerrarles a ellos las puertas de Oriente?
El pueblo digno de gloria, el pueblo bendecido por Dios Nuestro Señor gime y cae bajo el peso de esos atropellos y más vergonzosas humillaciones. La raza de los elegidos sufre atroces persecuciones, y la raza impía de los sarracenos no respeta ni a las vírgenes del Señor ni los colegios de los sacerdotes. Atropellan a los débiles y a los ancianos, a las madres les quitan sus hijos para que puedan olvidar, entre los bárbaros, el nombre de Dios. Esa nación perversa profana los hospicios… El templo del Señor es tratado como un criminal y los ornamentos sagrados robados.
¿Qué más debo deciros?
¡Somos deshonrados, hijos y hermanos, que viven en estos días de calamidades! ¿Podemos ver al mundo en este siglo reprobado por el Cielo presenciar la desolación de la Ciudad Santa y permanecer en paz mientras es tan oprimida? ¿No es preferible morir en la guerra en vez de sufrir por más tiempo un espectáculo tan horrible?
Lloremos por nuestras faltas que aumentan la ira divina, si, lloremos… Pero que nuestras lágrimas no sean como las semillas arrojadas sobre la arena.
Dejemos que el fuego de nuestro arrepentimiento levante la Guerra Santa y el amor de nuestros hermanos nos lleven al combate.
Dejemos que nuestras vidas sean más fuertes que la muerte para luchar contra los enemigos del pueblo cristiano.
Guerreros que escucháis mi voz, vosotros que iréis a la guerra, regocijaos, porque estáis tomando una guerra legítima… Armaos con la espada de los Macabeos e id a defender la casa de Israel que es la hija del Señor de los Ejércitos.
Ya no es asunto de vengar las injurias hechas a los hombres, sino aquellas que son hechas a Dios. Ya no es cuestión de atacar una ciudad o un castillo, sino de conquistar los Santos Lugares.
Si triunfáis, las bendiciones del cielo y los reinos de Asia serán vuestra recompensa.
Si sucumbís, alcanzaréis la gloria de en la misma Tierra donde Jesucristo murió, y Dios no olvidará que os vio en la Santa Milicia.
No os quedéis cobardemente en vuestros hogares con los afectos y sentimientos profanos. Soldados de Dios, no escuchéis nada sino los lamentos de Dios. Romped todos vuestros lazos terrenales y recordad que el Señor dijo: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí… Y todo aquel que abandone sus casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna”.
He aquí que hoy se cumple en vosotros la promesa del Señor que dijo que “donde sus discípulos se reúnen en su nombre, Él estará en medio de ellos”. Si el Salvador del mundo está ahora entre vosotros, si fue Él quien inspiró lo que yo acabo de escuchar, fue Él quien ha sacado de vosotros este grito de guerra, “¡Dios lo quiere!”, y dejó que fuese lanzado en todas partes como testigos de la presencia del Señor Dios de los Ejércitos.
Es el mismo Jesucristo que deja su Sepulcro y os presenta su Cruz. Será el signo que unirá a los hijos dispersos de Israel. Levantadla sobre vuestros hombros y colocadla en vuestros pechos. Que brille en vuestras armas y banderas. Que sea para vosotros la recompensa de la victoria o la palma del martirio. Será un incesante recordatorio de que Nuestro Señor murió por nosotros y que debemos morir por Él.
Una victoriosa impiedad ha cubierto de tinieblas las tierras más fértiles de Asia. Las ciudades de Antioquía, Éfeso y Nicea ya han sido tomadas por los musulmanes. Las hordas bárbaras de los Turcos han colocado sus estandartes en las mismas fronteras de Helesponto, donde amenazan a todas las naciones cristianas. Si el único Dios verdadero no contiene su triunfante marcha, armando a sus hijos, ¿qué nación, qué reino podrá cerrarles a ellos las puertas de Oriente?
El pueblo digno de gloria, el pueblo bendecido por Dios Nuestro Señor gime y cae bajo el peso de esos atropellos y más vergonzosas humillaciones. La raza de los elegidos sufre atroces persecuciones, y la raza impía de los sarracenos no respeta ni a las vírgenes del Señor ni los colegios de los sacerdotes. Atropellan a los débiles y a los ancianos, a las madres les quitan sus hijos para que puedan olvidar, entre los bárbaros, el nombre de Dios. Esa nación perversa profana los hospicios… El templo del Señor es tratado como un criminal y los ornamentos sagrados robados.
¿Qué más debo deciros?
¡Somos deshonrados, hijos y hermanos, que viven en estos días de calamidades! ¿Podemos ver al mundo en este siglo reprobado por el Cielo presenciar la desolación de la Ciudad Santa y permanecer en paz mientras es tan oprimida? ¿No es preferible morir en la guerra en vez de sufrir por más tiempo un espectáculo tan horrible?
Lloremos por nuestras faltas que aumentan la ira divina, si, lloremos… Pero que nuestras lágrimas no sean como las semillas arrojadas sobre la arena.
Dejemos que el fuego de nuestro arrepentimiento levante la Guerra Santa y el amor de nuestros hermanos nos lleven al combate.
Dejemos que nuestras vidas sean más fuertes que la muerte para luchar contra los enemigos del pueblo cristiano.
Guerreros que escucháis mi voz, vosotros que iréis a la guerra, regocijaos, porque estáis tomando una guerra legítima… Armaos con la espada de los Macabeos e id a defender la casa de Israel que es la hija del Señor de los Ejércitos.
Ya no es asunto de vengar las injurias hechas a los hombres, sino aquellas que son hechas a Dios. Ya no es cuestión de atacar una ciudad o un castillo, sino de conquistar los Santos Lugares.
Si triunfáis, las bendiciones del cielo y los reinos de Asia serán vuestra recompensa.
Si sucumbís, alcanzaréis la gloria de en la misma Tierra donde Jesucristo murió, y Dios no olvidará que os vio en la Santa Milicia.
No os quedéis cobardemente en vuestros hogares con los afectos y sentimientos profanos. Soldados de Dios, no escuchéis nada sino los lamentos de Dios. Romped todos vuestros lazos terrenales y recordad que el Señor dijo: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí… Y todo aquel que abandone sus casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o esposa, o hijos, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna”.
He aquí que hoy se cumple en vosotros la promesa del Señor que dijo que “donde sus discípulos se reúnen en su nombre, Él estará en medio de ellos”. Si el Salvador del mundo está ahora entre vosotros, si fue Él quien inspiró lo que yo acabo de escuchar, fue Él quien ha sacado de vosotros este grito de guerra, “¡Dios lo quiere!”, y dejó que fuese lanzado en todas partes como testigos de la presencia del Señor Dios de los Ejércitos.
Es el mismo Jesucristo que deja su Sepulcro y os presenta su Cruz. Será el signo que unirá a los hijos dispersos de Israel. Levantadla sobre vuestros hombros y colocadla en vuestros pechos. Que brille en vuestras armas y banderas. Que sea para vosotros la recompensa de la victoria o la palma del martirio. Será un incesante recordatorio de que Nuestro Señor murió por nosotros y que debemos morir por Él.
Su Santidad Urbano II
Discurso del Romano Pontífice en el Concilio de Clermont, noviembre de 1095, convocando la Primera Cruzada, ante más de 200 Arzobispos y Obispos, 4.000 eclesiásticos y 30.000 legos
Beato Urbano II
Pronto habrá otro Beato que en vez de combatir a los enemigos de Cristo besaba el Corán.
Son las cansecuencias post conciliares.
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