A imitación de los
Ninivitas, los cuales hicieron penitencia bajo la ceniza y el cilicio, la Iglesia, para domar nuestro orgullo y recordarnos la sentencia de muerte que sobre nosotros recae en pena del pecado
1, pone hoy ceniza sobre nuestras cabezas, diciendo:
«Acuérdate, hombre, de que eres polvo y al polvo has de volver». Tenemos ahí el vestigio de una antigua ceremonia. Los cristianos que habían cometido algún pecado grave y público debían también someterse a pública penitencia, y para eso, el
Miércoles de Ceniza, el Pontífice bendecía los cilicios que los penitentes iban a llevar puestos durante toda la
Santa Cuarentena, y les imponía la ceniza sacada de las palmas que habían servido el año anterior para la procesión de los Ramos. Luego, mientras los fieles rezaban los Salmos penitenciales, se
«expulsaba a los penitentes del lugar santo, por causa de sus pecados, como había sido arrojado Adán del Paraíso por su desobediencia» (Pontifical). Los penitentes no dejaban sus vestidos de penitencia, ni entraban en la iglesia hasta el
Jueves Santo, después de haber sido reconciliados por los trabajos de la penitencia cuaresmal y por la confesión y absolución sacramentales.
El Papa Urbano VI, en el Concilio de Benevento (1091) mandó que la ceniza fuese impuesta también a los simples fieles porque «Dios perdona los pecados a los que de ellos se duelen» (Introito). «Es rico en misericordias para con los que a Él se vuelven de todo corazón por el ayuno, las lágrimas y gemidos» (Epístola). Y no hemos de desgarrar nuestros vestidos en señal de dolor, cual lo hacían los Fariseos, sino nuestros corazones (Epístola).
«Saquemos de la Eucaristía el auxilio de que hemos menester» (Poscomunión), a fin de que, «celebrando hoy la apertura solemne del ayuno sagrado» (Secreta), «terminemos la carrera con una devoción que nada sea capaz de turbar» (Or.).
Fuente: Misal Diario - Dom. Gaspar Lefebvre, O.S.B.
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