FIESTA DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
La obra de la Encarnación es una gran empresa de reconquista; el Verbo viene del Cielo y se encarna para que nosotros podamos recobrar el Cielo perdido. Por ello se encarna el Hijo de Dios; para ello sostiene una lucha gigantesca con el demonio, vencedor del hombre, y le derrota a su vez.
Satanás, como rayo, cayó del Cielo; pero con su ímpetu se precipitó sobre nuestros primeros padres y los hizo sucumbir con él: toda la humanidad fue arrastrada en la ruina.
El Verbo viene al mundo para devolvernos el Cielo. Tomó nuestra mortalidad para hacernos inmortales. Vivió de lo nuestro para que participásemos de lo suyo. Se hizo consorte de nuestra desdicha para que lográramos con Él la eterna bienaventuranza.
Se ha realizado ya la primera etapa de nuestra glorificación. El Verbo que bajó del Cielo para encarnarse y conquistarnos el Cielo, ha recorrido ya el ciclo de su vida: hecho semejante a nosotros, ha vivido como nosotros, ha sufrido y muerto como todos los hombres; y ha ganado el Cielo para todos.
Primero, para sí; este Verbo encarnado está ya en el Cielo, a la diestra del Padre. Venció en su carne a quien nos había cerrado el Cielo; justo es que con esta carne, triunfadora del pecado y del infierno, haya tomado posesión del lugar cuyo acceso el enemigo nos impedía.
Dice San Gregorio Magno: Saltó del seno de Dios al de una Virgen; del seno de la Virgen a la Cruz; de la Cruz a la tumba y de la tumba ha saltado otra vez al Cielo. Y allí está nuestra Cabeza, aguardando que allá vaya el Cuerpo, cuyos miembros somos todos nosotros.
Allá está nuestro destino y allá deben estar fijos nuestros ojos y nuestra esperanza. El Verbo se ha hecho carne y ha habitado entre nosotros; por nosotros y por nuestra salvación se encarnó, Él ha hecho su obra; a nosotros toca llenar la nuestra.
Consideremos la responsabilidad enorme que importa para todos nosotros la grande obra de la Encarnación. No es facultativo salvarnos, por cuanto la salvación eterna es el fin de nuestra vida.
Es libre salvamos o no, en cuanto tenemos la terrible libertad de repudiar la ley, la gracia para cumplirla y la gloria que es la corona de las vidas justas.
Pero, ¿cómo evitaremos el castigo, si despreciamos tan gran salvación que nos trajo el Verbo de Dios por su Encarnación?
Los grandes hechos de Dios en favor de la humanidad tienen exigencias profundas: son obras admirables, pero son principios reguladores de nuestra vida.
¡Qué bello es el misterio y el hecho de la Encarnación! Es la maravillosa conjunción de Dios y el hombre, la síntesis de las armonías entre Dios y el mundo, la luz que ilumina toda la creación, la obra más bella que ha salido de las manos de Dios y que ha hecho bella a toda la humanidad…
Y ¡cuánta eficacia la de la Encarnación! Porque por ella se realizó nuestra salvación…
Pero esta belleza y esta eficacia no serán nuestra salvación sin nuestro esfuerzo. Dios ha venido en nuestra ayuda; sin Él nada podemos hacer para salvarnos; pero sin nosotros Él no nos salvará.
La Encarnación es la gracia máxima de Jesucristo y el origen de donde arranca toda gracia; pero la gracia de Dios sola, con tanto poder que ha unido los cielos y la tierra, no nos salvará a cada uno de nosotros sin nuestro concurso.
No descansemos en el pensamiento de que Dios lo ha hecho todo para salvarnos; ha hecho todo lo suyo, pero falta lo nuestro. Cuando oyes que Cristo vino a este inundo para salvar a los pecadores, dice San Agustín, no te duermas en el dulce lecho del pecado, sino oye la voz del Apóstol que dice: Levántate, tú que duermes, y te iluminará Cristo.
Y siguen sucediéndose los misterios del Verbo Encarnado. Después de la Resurrección, la Ascensión al Cielo. Vencida la muerte, Jesucristo, vivo y glorioso, debía dejar esta tierra de miseria para habitar en la región de la vida inmortal.
Hay entre ambos misterios relación profunda. Jesucristo resucita no sólo para revivir; ésta es la primera etapa de su triunfo; la segunda y definitiva es el regreso triunfal al lugar de donde vino.
¿Qué significa ha subido — dice el Apóstol hablando de la Ascensión de Jesucristo—, sino que antes había bajado a las partes inferiores de la tierra? Él que bajó es el mismo que subió sobre todos los cielos.
Es decir; que el Hijo de Dios, por el hecho de su Ascensión al Cielo, completa el círculo a que le obligó la inmensa caridad de Dios: del seno del Padre al seno de la Virgen; de éste, lograda ya la victoria sobre el infierno, al seno de la tierra, el sepulcro, y al seno de Abraham, el limbo; de aquí, deshecho el imperio de la muerte por la reunión de Alma y Cuerpo, y rasgadas las entrañas de la tierra, otra vez al Cielo, a sentarse a la diestra del Padre, pero con su santísima Humanidad triunfante que, una vez tomada, no debió ya dejar más, y que constituye las primicias del rico botín logrado con su Redención.
El Verbo de Dios Encarnado completó su circuito: Itus et reditus; vino y volvió; bajó y subió otra vez.
Él, para terminar su obra, después de resucitar subió a sentarse a la diestra del Padre; allá debemos tener nuestro ideal y la meta definitiva de nuestra ruta: Si habéis resucitado con Jesucristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; saboread las cosas del cielo, no las de la tierra.
Un Hombre-Dios que sube a los Cielos… Un Hombre-Dios que se sienta a la diestra de Dios Omnipotente… Son profundos los misterios que en estos hechos se encierran.
Jesucristo debía subir al Cielo y sentarse a la diestra, porque el Padre debía coronarle con esta gloria, jamás concedida a hombre alguno, como premio a la victoria que había logrado sobre Satanás, asociando al triunfo de su Hijo a toda la Corte Celestial, testigo un día de la rebelión de Lucifer. Así el Padre cumplió su palabra: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra.
¡Magnífico triunfo el de Jesucristo, y forma maravillosa de lograrlo! La Iglesia, en las Letanías de los Santos, llama a la Ascensión admirable: Per admirabilem ascensionem tuam…
Jesucristo vivo, en cuerpo humano como el nuestro, contra las leyes de la gravedad, en forma tan sencilla como majestuosa, bendiciendo a sus discípulos, despegándose de la tierra, elevándose por los aires, entró en los Cielos.
Es éste el complemento de sus pasados triunfos, dice San Bernardo. Habiendo demostrado que era el Señor de cuanto hay en la tierra, en el mar y en los abismos, debía probar, con iguales argumentos o mayores, que era también el Señor de los cielos. Demostró su señorío sobre la tierra cuando la mandó que restituyese el cuerpo de Lázaro; sobre el mar, cuando le dio solidez y anduvo sobre él; sobre el infierno, cuando arrancó sus puertas y le arrebató su presa.
¿De dónde viene Jesucristo?
Nuestro Señor viene de la tierra, lugar de imperfección, de lucha, de miseria, de sufrimiento…; en el orden de la naturaleza insensible, como en el humano, individual y social, es la tierra un verdadero lugar inferior, en el sentido cualitativo de la palabra.
El Cielo, por el contrario, es lugar de luz y de paz perpetua, región de delicias, habitáculo de la gloria de Dios.
Jesucristo sube de la tierra al Cielo; ha vivido treinta y tres años en este pequeño mundo, sabiendo de dolores y lágrimas, de molestias físicas y morales… Hoy, en un monte vecino a Jerusalén, el de los Olivos, hacia el Oriente, como estaba profetizado, Jesucristo, el divino Oriente que nos visitó desde lo alto, vuelve a sus alturas.
David había previsto este día del triunfo de Jesucristo: Levántate, Señor, decía, levántate y entra en el lugar de tu reposo, tú y el arca de tu alianza.
Para Ti, que quisiste cargar con toda pena de los hijos de Adán, la tierra no tuvo más que espinas y abrojos. Cuando viniste a ella era señorío de Satanás, y los hombres eran sus viles siervos…
Has triunfado del infierno y has roto nuestras cadenas. Ahora, levántate, surge, porque la tierra no es lugar de gloria y Tú estás ya cargado con el inmenso peso de ella; levántate y entra en el lugar de tu descanso. Y contigo, lleva a los Cielos el arca de tu alianza que es tu Humanidad santísima: con ella pactaste y te desposaste para obrar la redención; fue de ella su maravilloso instrumento; sin ella no hubieses podido redimir el mundo en tu actual decreto; justo es que contigo suba a gozar de tu descanso y de tu gloria.
¿Cómo sube Jesucristo al Cielo?
Así como hemos visto los triunfos que logró al dejar la tierra, admiraremos ahora su triunfo en la forma de su Ascensión.
Y ante todo, ¿quién subió al Cielo en Jesucristo? ¿Dios o el Hombre? Hay en Él dos naturalezas, la divina y la humana, ¿cuál de ellas subió al Cielo? ¿En virtud de cuál de ellas pudo realizarse la Ascensión?
San Agustín responde a lo primero: ¿Quién es el que bajó? Dios-Hombre. ¿Quién es el que subió? El mismo Dios-Hombre.
Pero no subió el Hombre-Dios en la misma forma que bajó. Ni el descenso y la subida se dicen igual de Dios y del hombre.
Dios es infinito en su ser, y es inmenso. Está, por lo mismo, en todas partes; y no se puede decir de Él que sube o que baje. Si subo al cielo, allí estás tú, le dice el Salmista; si bajo al abismo, allí te encuentro. Si al rayar el alba me pusiera alas y fuere a posarme al último extremo del mar, allá igualmente me conducirá tu mano, y me hallaré bajo el poder de tu diestra.
Pero Dios bajó, dice Santo Tomás, no según el movimiento local, sino según su anonadamiento, en cuanto, teniendo la forma de Dios, tomó la de siervo; como decimos que se anonadó, no porque perdiera nada de su plenitud, sino porque tomó nuestra pequeñez.
Así debe entenderse la palabra del Credo: Bajó de los cielos. Es una locución por la que concretamos el hecho estupendo de la Encarnación del Verbo.
Pero el Verbo se hizo carne, es decir, hombre. Este Hombre subió y bajó, como todo hombre, al moverse en distintos planos locales; subió, por ejemplo, de Jericó a Jerusalén, como bajó de Caná a Cafarnaúm. Con Él subió y bajó Dios, no porque Dios pasara de uno a otro plano, ocupándolos simultáneamente todos, en los Cielos y en la tierra, en virtud de su inmensidad; sino porque, hablando con San Agustín, era un Hombre-Dios el que subía y bajaba.
Y así subió Jesucristo al Cielo el día de su Ascensión; como Hombre-Dios. Dios subió en Jesucristo, como bajó el día de su Encarnación; bajó entonces para anonadarse, tomando la forma de siervo; hoy sube porque es glorificada en forma insuperable la naturaleza humana que tomó.
En cambio, la naturaleza humana de Jesucristo entra hoy por vez primera en el Cielo.
El día de la Encarnación no bajó del cielo el Hombre Jesús —esto enseñaron los herejes llamados Docetas— sino que empezó a existir en las entrañas purísimas de la Virgen Madre, uniéndose instantáneamente su naturaleza humana a la Persona del Verbo.
El día de la Ascensión subió Jesucristo, Hombre verdadero y Dios verdadero.
Como Dios no se había movido del seno del Padre; como Hombre hace su primer ingreso en el Cielo.
Así deben, entenderse las palabras del Apóstol: El que bajó es el mismo que ha subido sobre todos los cielos, porque las acciones son de las personas. Es Dios quien baja, anonadándose; y Él es quien, Hombre-Dios, sube en la naturaleza humana que tomó.
Podríamos decir que el Verbo se abajó para tomar naturaleza humana; subió con ella al remontarse ésta de la tierra al Cielo.
¡Qué dignación la de Dios! Se anonada hasta tomar en el seno de la Virgen una naturaleza humana; la une substancialmente a Él; con ella convive por espacio de más de treinta años; por ella enseña a los hombres; en ella muere y los redime; en ella revive el día de la Resurrección, para elevarse con ella en la Ascensión, ante los ojos atónitos de los hombres.
Y ¿con qué virtud subió Jesucristo a los Cielos? ¿Cuál fue la fuerza que le transportó de este lugar de pesantez a la región de los espíritus bienaventurados?
La fuerza de un ser radica en su naturaleza. Cada naturaleza tiene su fuerza específica. Dios, infinito, tiene fuerza infinita; lo puede todo: los demás seres tienen la fuerza dosificada, según la participación que de su poder ha querido Dios comunicar a la naturaleza de cada uno de ellos.
¿Pudo Jesucristo subir al Cielo por la virtud propia de su naturaleza humana? No.
El hombre no puede, por sus solas fuerzas, neutralizar el peso de su cuerpo y sustraerle a las leyes de la gravedad. Menos aún puede ir contra el sentido de la gravedad, como lo es el movimiento ascensional.
Jesucristo, igual en todo a nosotros, menos en el pecado, no pudo, en virtud de su propia naturaleza, lo que en la naturaleza humana no cabe.
¿Pudo Jesucristo subir al Cielo, en cuanto hombre, por la fuerza que Santo Tomás llama virtus gloriæ, es decir, por la potencia de su alma glorificada? Sí.
La gloria de Dios, dice San Agustín, invade todo el ser del bienaventurado: el alma es gloriosa por la participación de Dios; el cuerpo lo es por la participación de la gloria del alma. Y como queda el alma sumergida en la contemplación y disfrute, de Dios, así el cuerpo queda como absorbido y espiritualizado por la gloria del alma.
Ello le hace partícipe de las dotes del espíritu, liberándose de la sujeción a las leyes de su naturaleza y obedeciendo en sus movimientos al querer del alma, en tal forma, dice San Agustín, que donde quiera el espíritu, allí se trasladará inmediatamente el cuerpo; ni querrá nada el espíritu que desdiga de sí mismo o del cuerpo.
El Alma de Jesucristo, bienaventurada sobre todo espíritu, pudo, por lo mismo, querer subir al, Cielo; era su lugar, y correspondía a su gloria.
El Cuerpo santísimo, dócil al querer del Alma, dejó la tierra, suave y majestuosamente, se remontó a los aires y penetró en los Cielos de los Cielos, por la propia virtud de su naturaleza humana glorificada.
Pero, sobre todo y principalmente, fue la propia virtud divina la que le llevó al altísimo Cielo. Jesucristo es Dios, dueño, como tal, de las naturalezas, de las fuerzas, de sus leyes; por esto, en virtud de su naturaleza divina, que tiene su fuerza propia e intransferible, levantó su propio Cuerpo, y lo introdujo en el Cielo.
Como en el mar de Tiberíades lo sustrajo a la ley de la gravedad, y en el Tabor le comunicó un resplandor glorioso, y en el sepulcro le hizo revivir, y entró en el Cenáculo cerradas las puertas, así, en su Ascensión, lo trasladó de la tierra al Cielo por un puro acto de su voluntad.
¿Adónde va Nuestro Señor?
Triunfador, por el lugar de donde sube y por la forma como asciende, Jesucristo triunfa por el lugar adonde va. Va a su gloria. Y su gloria, la de su Humanidad santísima, está sobre toda gloria.
Siéntate a mi derecha, le había dicho Dios Padre por el Profeta. Ni más arriba ni más abajo. No más arriba, porque la gloria del Padre trasciende sobre toda gloria; ni más abajo, porque Jesucristo, por la unión hipostática de su naturaleza humana con el Verbo, no puede tener igual entre las criaturas.
Contemplemos el inenarrable espectáculo de la entrada de Jesucristo en su gloria.
Los Ángeles habían tenido trato frecuente con Jesucristo en su vida mortal. Al Arcángel San Gabriel viene a la tierra a tratar con María Santísima el negocio de la encarnación del Verbo. En su nacimiento, multitud de las celestiales milicias acuden a las inmediaciones de Belén para decir el Gloria’ a Dios en las alturas… En el desierto de la Cuarentena, después de su triunfo sobre Satanás, los Ángeles se le acercaron y le servían. En Getsemaní, un Ángel de Dios se le aparece y le conforta…
Jesucristo es, pues, el Señor de los Ángeles: inferior a ellos en naturaleza humana, les supera a todos por el solo hecho de la unión sustancial con el Verbo.
¡Espectáculo inefable el de la entrada triunfal de Jesucristo en los cielos! Predicadores y autores ascéticos han aguzado su ingenio para describirlo. Inútil esfuerzo; la máxima magnificencia de las solemnidades de la tierra es nada ante las fiestas del Cielo. Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni pasó a hombre por el pensamiento las cosas que tiene Dios preparadas para aquellos que le aman.
¿Qué no tendría preparado Dios Padre para su Hijo muy amado en quien tiene todas sus complacencias, precisamente el día en que regresaba de la tierra, victorioso, después de haber derrotado al enemigo?
Al subir Jesucristo, dice San Lorenzo Justiniano, salieran los Ángeles y miraban con deleite la belleza de su humanidad, su faz radiante, su imperial hermosura y magnificencia.
Y temblaban, dice la Liturgia, al ver trastornan las leyes de la humana mortalidad, y que la carne de pecado ha sido redimida por la carne, y que reina como Dios el Hombre-Dios.
Y Jesucristo subía, dice San Juan Crisóstomo, no para quedarse con los Ángeles, sino para atravesar los Cielos, subir sobre los Querubines, elevarse sobre los Serafines, y no se detiene sino en el mismo asiento del Señor de los Cielos. Las puertas de la Gloria se le han abierto de par en par, y los Ángeles se han dicho: ¿Quién es este Rey de la gloria? El Señor del poder, él mismo es el Rey de la gloria. En medio de la expectación de millones de espíritus, Jesucristo ofreció al Padre las primicias de nuestra naturaleza, y el Padre admiró el presente que con tanta majestad le ofrecía, y la pureza sin mancilla de lo que se le presentaba. Y lo recibió con sus propias manos y le hizo partícipe de su sede y, lo que es más, lo colocó a su derecha.
Este es el triple triunfo de Jesucristo en su Ascensión, por donde viene y adonde va y por la virtud con que realiza el tránsito maravilloso.
Como su Resurrección es nuestra esperanza, dice San Agustín, su Ascensión es nuestra glorificación. Si queremos meditarla dignamente, subamos con Él y pongamos nuestros corazones en el Cielo, hasta que nos juntemos con Él.