La Comunión de San Jerónimo DOMENICHINO 1581-1641
SAN
JERÓNIMO
(347-420)
San Jerónimo, uno de
los grandes Padres latinos de la Iglesia, junto a las figuras de S. Agustín de Hipona, de
S. Ambrosio de Milán y de S. Gregorio Magno, ha sido considerado como el «príncipe de
los traductores» de la Biblia y el exegeta, por excelencia, de los Padres de Occidente.
Es muy conocido el
cuadro del pintor alemán Dürer, en el que aparece la figura ascética de S. Jerónimo,
en su retiro de Belén, rodeado de la claridad de una aureola, a sus pies un león que,
según la leyenda, había sido curado de una herida por el santo, un rayo de luz que
penetra por una estrecha rendija, en un ambiente de recogimiento espiritual y de intensa
actividad intelectual..., pero su vida fue mucho más agitada y de lucha que la que parece
reflejar el cuadro.
Nacido en la ciudad
fortificada de Estridón, en los límites del mundo latino, no lejos de Trieste, entre las
provincias romanas de Dalmacia (perteneciente actualmente a Yugoslavia) y de Panonia
(Hungría), el año 347 de nuestra era, en el seno de una familia cristiana. Después de
haber aprendido a leer, a escribir y a contar, en su ciudad natal, fue enviado a Roma por
sus padres, para proseguir los estudios y adquirir una formación superior que le pudiese
facilitar el acceso a alguna carrera civil. Allí tuvo como Profesor al célebre
gramático Donato. De su primera estancia romana le vino a Eusebius Hieronymus —tal
era su nombre completo— su afición y conocimientos de los grandes autores latinos
(Virgilio, Horacio, Quintiliano, Séneca, entre otros, y los historiadores), pero su
verdadero maestro y modelo fue Cicerón, cuyo estilo elocuente y cincelado imitó. Esta
afición suya a los autores paganos, le mereció una severa reprensión y un duro castigo
del Cielo, durante un sueño, cuando posteriormente, se retiró al desierto de Calcis (al
sur de Alepo, ciudad siria), durante los años 375-377. En una célebre carta del propio
San Jerónimo, dirigida a su hija espiritual, Eustoquio, sobre la virginidad, escrita en
Roma, entre los años 383/384, descubrió este sueño1.
No dejó por ello de
seguir citando a los autores paganos clásicos en sus escritos posteriores, cosa que le
recordará posteriormente Rufino de Aquileya, en el ardor de la polémica que mantuvieron
ambos.
Jerónimo, durante su
estancia en Roma (años 359-367), llevó una vida frívola y disipada 2, que
posteriormente, le produjo turbaciones de conciencia y tentaciones que él combatió con
ásperas penitencias y con su entrega al estudio de la Sagrada Escritura. En ésta su
primera estancia en Roma, recibió el Sacramento del Bautismo, junto con su compañero de
estudios, Bonosa
Posteriormente marchó
a la ciudad Imperial de Tréveris, en la Galia (ahora pertenece a la República Federal de
Alemania), hacia el año 367.
En esta época,
experimentó una primera conversión: empezó a interesarse por los escritos de Teología.
Dedicó sus ratos libres a copiar obras de Hilario de Poltiers (367); e intensificó su
vida de piedad.
Volvió, hacia el año
370, a su patria, en compañía de Bonoso. Pero no se encontraba a gusto allí En Aquilea,
en torno a su Obispo Valeriano, con sus antiguos compañeros,—además de
Bonoso—Rufino, Cromacio y Heliodoro, formaron una especie de cenáculo de ascetas que
imitaban a los eremitas de Oriente, contaban historias edificantes y conversaban sobre la
Sagrada Escritura.
Aquellas convivencias
desembocaron en controversias, a causa, sobre todo, del carácter polémico de Jerónimo,
y acabaron disolviéndose.
Luego, acompañado de
Rufino, su entrañable amigo de entonces, y luego, a consecuencia de la controversia
origenista, su enemigo de última hora, hace su primer viaje a Oriente. Acompañaron en su
primer viaje a Evagrio de Antioquía, traductor de San Atanasio, que volvía a su patria.
Hacia el otoño del año 374, llegó a Antioquía de Siria. Aquí recibió clases de
Sagrada Escritura de Apolinar de Laodicea (390) 3.
Hacia el año 375,
abandonó Antioquía y se internó en el desierto de Calcis—del que ya hemos
hablado—a quince leguas al sudeste de aquella ciudad. Aquí, se dedicó seriamente al
estudio del hebreo, bajo el magisterio de un judío converso.
Las discusiones
teológicas entre los monjes, le forzaron a regresar a Antioquía (377). Allí fue
ordenado de presbitero por Paulino, Obispo de Antioquía. Poco después, hacia el año
382, después de la celebración del II Concilio Ecuménico (I de Constantinopla, año
381), Paulino, junto con Jerónimo, se dirigió a Roma. Había asistido como observador a
los debates del Concilio; y allí conoció a Gregorio Nacianceno, a quien llamó su
«maestro», que le abrió la inteligencia de la Sagrada Escritura. También pudo conocer
a Gregorio de Nysa, a Anfiloquio de Icona y a otros Padres Conciliares.
Pero él no se
preocupó—de momento—de las discusiones estrictamente teológicas de la Iglesia
Oriental. Su proyecto era instruirse en la interpretación correcta de la Sagrada
Escritura, para hacer avanzar la teología, y, con esa finalidad, alcanzar un sólo
conocimiento de exégesis bíblica y de los idiomas originales en los que fue escrito el
texto sagrado. Él, como lo diría hacia el fin de su vida, quería consagrarse plenamente
a explicar la Escritura y hacer conocer a los que hablaban su lengua (el latín) la
ciencia de los hebreos y de los griegos.
Durante su nueva
estancia en Roma, ganó la confianza del Papa San Dámaso, que le hizo su Secretario.
Aquí empezó su labor de corrector y traductor al latín de la Sagrada Escritura.
En ese siglo, había ya
muchas diferencias entre los diferentes códices latinos de los Evangelios, y muchos de
ellos, por la tendencia a la armonización de un Evangelio con otro, muy alterados en su
sentido original.
Por este motivo, al
Papa le encargó a San Jerónimo que hiciese una revisión de la traducción Latina de los
Evangelios. Así comenzó la versión Latina de la Biblia que se ha llamado,
posteriormente, la «Vulgata»4.
En esta estancia
romana, San Jerónimo, hizo de guía espiritual de un grupo de mujeres piadosas, de la
aristocracia romana, entre ellas las viudas Marcela y Paula (ésta, madre de la joven
Eustoquio a quien Jerónimo dirigió una de sus más famosas cartas, sobre el tema de la
virginidad). Las inició en el estudio y meditación de la Sagrada Escritura y las
dirigió por los caminos de la perfección evangélica, en los ayunos, en los cánticos de
los Salmos, en las obras de caridad, en el abandono de las vanidades del mundo.
El centro de este
movimiento de espiritualidad femenina se hallaba en un palacio del Aventino, en donde
residía Marcela con su hija Asella. El santo doctor llevó a este círculo de mujeres
romanas las prácticas ascéticas de los monjes de Oriente. Les dirigió cartas de
doctrina espiritual que fueron publicadas.
Esta actividad de
dirección espiritual de mujeres le valió críticas de parte del clero romano, llegando,
incluso, a la difamación y a la calumnia.
En diciembre del 384,
después de la muerte del Papa San Dámaso fue elegido Papa Siricio; el ambiente, en la
Curia romana, se le vuelve hostil y esta nueva situación facilitó su nuevo apartamiento
de Roma, de donde volvió a salir algo amargado e irritado, para no volver allí hasta
después de su fallecimiento, en sus restos mortales, en la espera del día de la
resurrección de la carne.
San Jerónimo, durante
su estancia en Roma, revisó y corrigió, también el salterio latino, teniendo como base
la versión prehexaplar5 de los setenta que él llama «Koiné». El mismo santo
reconoció que esta revisión fue un tanto «apresurada». Se le llamó «Salterio
romano» por haber sido revisado en Roma. Este texto revisado por San Jerónimo se ha
perdido.
En cuanto a los
restantes libros del Nuevo Testamento, no queda constancia de que hubieran sido revisados
por San Jerónimo. Los textos de dichos libros, recogidos en la «Vulgata», fueron
atribuidos o a Pelagio, por D. de Bruyne, o a Rufino el Siro, discípulo de San Jerónimo
y amigo de Pelagio 6.
Durante su estancia en
Roma, San Jerónimo escribió el año 383, el «De perpetua virginitate beatae Mariae»,
contra Helvidio, seglar romano, que sostenía que la Virgen María había tenido otros
hijos de su esposo San José, después del nacimiento de Jesús, apoyándose en algunos
textos mal interpretados de Mateo y de Lucas y en el testimonio de algunos escritores
eclesiásticos, y trataba de equiparar el matrimonio a la virginidad. San Jerónimo
aparece ya, en esta publicación, no sólo como el gran defensor de la virginidad de
María, sino, también como el doctor de la virginidad, que luego confirmaría en sus
libros, escritos en Belén, el año 392, contra el monje Joviniano que discutía el valor
de la virginidad y de la ascética cristiana, y propugnaba otros errores teológicos.
Al salir de Roma, dos
de la mujeres dirigidas por él, Paula y Eustoquio, para evitar suspicacias, no le
acompañaron, pero luego se reunieron con él en Reggio Calabria para seguir el viaje
juntos hasta Chipre, en donde se encontraba su amigo Epifanio, y luego a Antioquía. En
esta ciudad encontraron a un antiguo conocido, Paulino, quien con su cariñosa
hospitalidad les retuvo un poco de tiempo.
Luego emprendieron una
peregrinación por los Santos Lugares, utilizando la calzada romana que les condujo a
Palestina, bordeando el litoral de Siria y Fenicia. En Alejandría, cuyo Patriarca era el
joven Obispo Teófilo, entró en contacto con Dídimo el Ciego, extraordinariamente
erudito y profundo conocedor de Orígenes, quien le inició en el conocimiento de este
gran exegeta y teólogo oriental.
Hicieron también un
recorrido por Egipto, para conocer personalmente a los heroicos monjes y eremitas del
desierto, a los dos lados del Nilo.
Por fin, en el verano
del 396, se instalaron en Belén. Se constituyeron dos comunidades, una masculina y otra
femenina. La construcción definitiva de los edificios para albergar a las dos comunidades
y para una hospedería de peregrinos se pudo realizar gracias a la ayuda económica de
Paula. Esta instalación, en Belén, favoreció la intensa actividad intelectual de San
Jerónimo. En este tiempo, se dedicó, preferentemente, al Antiguo Testamento. Se
envenenó durante algunos años la polémica origenista 7, produciéndose un
enfrentamiento entre Rufino de Aquilea, y Jerónimo a pesar de su antigua y profunda
amistad.
En el año 397, el
entonces joven Obispo africano, Agustín de Hipona, inició su correspondencia con San
Jerónimo, manifestando aquél algunas reservas a la labor de traductor bíblico de éste.
Estas diferencias de criterio no impidieron que, posteriormente, unieran sus fuerzas
contra la herejía de Pelagio.
La labor más
importante de San Jerónimo como traductor de la Biblia la realizó durante su estancia en
Belén, centrada, fundamentalmente, en el Antiguo Testamento. Gracias a la generosidad de
su dirigida Paula, pudo disponer de un equipo de copistas que facilitaron su labor
intelectual, desde su retiro bethelemita. A este trabajo dedicó alrededor de 15 años
(390-405).
Hacia el año 387,
volvió a corregir el Salterio, teniendo delante el texto griego hexaplar de Orígenes.
Este trabajo lo realizó en Cesarea, en donde se conservaba el texto de Orígenes, pero
fue en Belén en donde lo publicó.
Esta versión del
Salterio, se llamó «Salterio Galicano» porque fue recibida en las Galias en la época
de los Reyes Carolingios. Posteriormente fue introducida en la Biblia de Alcuino (año
801); y, por último, en la Biblia SixtoClementina (1592) 8, formando, de esta manera,
parte integrante de la «Vulgata».
El año 390, es la
fecha en que inició su tarea colosal de traducir directamente del hebreo los libros del
Antiguo Testamento para responder a los judíos que, en sus disputas con los cristianos,
repetían incansablemente que los argumentos teológicos, basados en los textos griegos y
latinos, no tenían valor porque no respondían al texto original de las Escrituras
hebreas, y también, para ofrecer a los cristianos el genuino y auténtico sentido de la
Biblia. No siguió el orden del texto, sino que se atuvo a los deseos de sus amigos que le
pedían la traducción de un libro u otro de la Sagrada Escritura9.
Así, tradujo los dos
libros de Samuel y los dos de los Reyes, en los años 390-391. En este tiempo, tradujo el
libro de Tobías del arameo, en un sólo día Tradujo, también, entre el 391 y el 392,
los libros de los Profetas, y las partes Deuterocanónicas del Libro de Daniel, éstas
últimas de la versión griega de Teodoción10. Terminó la traducción del libro de Job
(en 393) e hizo, entre 394-395, la traducción de los libros de Esdras y Nehemías, y
llevó a término la traducción directa del Salterio hebraico, aunque este Salterio nunca
fue utilizado por la Iglesia en las funciones litúrgicas.
Asimismo tradujo los
libros 1-2 de Paralipómenos; y los tres libros de Salomón (Proverbios, Eclesiastés y
Cantar de los Cantares, en el año 397). Empeñó la traducción del Pentateuco entre los
años 398-404 terminando este trabajo posteriormente, así como los libros de Josué,
Jueces, Rut y Ester. El libro de Judit lo tradujo del arameo, en una noche. Los
Deuterocanónicos de Baruc, Eclesiástico, Sabiduría y 1-2 Macabeos no los tradujo, por
no hallarse incluidos en el canon hebreo. Se puede afirmar, por tanto, que San Jerónimo
es el traductor del texto de la Vulgata, por lo que se refiere a una gran parte del
Antiguo Testamento, y también, del Nuevo Testamento11.
El Concilio de Trento,
en la sesión IV (8 Abril 1546) declaró solemnemente la «autenticidad» de la Vulgata,
aunque ordenó, al mismo tiempo, que se hiciese una edición revisada del texto. Hoy es
aceptado por todos que este Decreto del Concilio era de «carácter disciplinar», pero
con fundamento dogmático, ya que la Iglesia asistida por el Espíritu Santo, en su
Magisterio, no podía equivocarse en la utilización, durante tantos siglos, de una fuente
de Revelación que contuviera errores dogmáticos.
Esto fue confirmado,
posteriormente, por el Papa Pío Xll, en la Encíclica «Divino Afflante Spiritu»
(30-lX-1943); el Concilio Vaticano II reconociendo el honor debido a la «Vulgata»,
recomienda, sin embargo, que se hagan traducciones aptas y fieles de los textos primitivos
de varios lugares, como ya se había empezado a realizar en los años anteriores al
Concilio (Const. sobre la «Divina Revelación», n.° 22).
Pero la labor
intelectual y doctrinal de San Jerónimo no se agotó en las traducciones de los libros de
la S. Escritura. Además de otras obras de carácter ascético, histórico, hegiográfico
o doctrinal, hizo comentarios bíblicos, tanto por escrito 12 como en forma de homilías o
sermones, aparte de su riquísimo y profundo epistolario, al cual hemos aludido. En
algunas de sus cartas se contienen «trabajos monográficos» breves sobre cuestiones
bíblicas (así, en su Carta del año 397, escrita en Belén y dirigida a la virgen
Principia, desarrolla un comentario al Salmo 44; en su carta escrita a San Paulino de
Nola, también desde Belén—años 395/96 , presenta, sucintamente, las
características principales de los Libros Santos; en su carta a
Evangelo—presbítero, escrita en la primavera del año 398, diserta sobre la persona
de Melquisedec).
El Evangelio de San
Marcos, pertenece al género homilético. La traducción castellana se basa en el texto
critico preparado por el monje benedictino G. Morin, que ha realizado una excelente labor
de reconstrucción del texto original del Santo Doctor.
Se trata de una serie
de 10 homilías, algunas muy breves, en las que el predicador desarrolla sólo algunos
versículoss13. En ellas brilla la enorme erudición, sagrada y profana, así como el
conocimiento de las costumbres y del ambiente palestino de San Jerónimo.
Como exige el género
homilético, predominan las exhortaciones de carácter moral, aunque, tampoco faltan
referencia a errores heréticos y las advertencias sobre las artimañas del Demonio contra
la Iglesia y los fieles.
Es característica de
San Jerónimo sus comentarios a los nombres judíos, y a las designaciones de la
geografía palestinense, que él estudió a fondo en sus libros «Onomastica»: «Liber
locorum», «Liber nominum», y a los cuales alude espontáneamente en sus homilías y
disertaciones.
San Jerónimo murió el
30 de Septiembre del año 420. La literatura y la pintura han rodeado de fantasía y de
leyenda sus últimos momentos. El Padre Sigüenza, en su conocida biografía del Santo14 y
el pintor Domenichino, en su famoso cuadro, han dado libre rienda a su fantasía en la
descripción y pintura de su muerte. Pero, con independencia de la leyenda, la persona de
San Jerónimo emerge a través de los siglos, como uno de los grandes Padres de Occidente,
con su impresionante cultura, sagrada y profana, su inmensa erudición, su capacidad de
políglota, su tenacidad y entrega al estudio y al trabajo, su devoción a las Sagradas
Escrituras, su espíritu ascético y contemplativo, su inquebrantable ansia de verdad, su
defensa de la virginidad, y su amor a la Iglesia y a Jesucristo, que le llevó a la
santidad, a pesar de su temperamenteo colérico y polemista, y que ha hecho de él el
máximo «Doctor de las Sagradas Escrituras» 15.