Hermoso cuento de G. Bequer que nos habla del odio hacia Nuestro Señor por la raza judía , IMPERDIBLE :
[Cuento - Texto completo.]
Gustavo Adolfo Bécquer
Una tarde de verano y en un jardín de Toledo me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.
Mientras me explicaba el misterio de su forma especial besaba las
hojas y los pistilos que iba arrancando uno a uno de la flor que da su
nombre a esta leyenda.
Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez
que tenía en su boca os conmovería, como a mí me conmovió, la historia
de la infeliz Sara.
Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa tradición se me acuerda en este instante.
– I –
En una de las callejas más obscuras y tortuosas de la ciudad
imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una
antigua parroquia muzárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa
solariega, tenía, hace muchos años, su habitación, raquítica, tenebrosa
y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.
Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza; pero más que ninguno, engañador e hipócrita.
Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele,
no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda
componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos y
guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes
del Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.
Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera
pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de
la Primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo
que cubría su cabeza, calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a
uno de sus habituales parroquianos sin agobiarle a fuerza de humildes
salutaciones acompañadas de aduladoras sonrisas.
La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en toda
Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las
burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocía límites.
Inútilmente los muchachos, para desesperarle, tiraban piedras a su
tugurio; en vano los pajecillos, y hasta los hombres de armas del
próximo palacio, pretendían aburrirle con los nombres más injuriosos, o
las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el
dintel de su puerta como si viesen al mismo Lucifer en persona. Daniel
sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus
labios, delgados y hundidos, se dilataban a la sombra de su nariz
desmesurada y curva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos
pequeños, verdes, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas
brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando
con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas
mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna de que se componía su
tráfico.
Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de
azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las
antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas
franjas del ajimez y enredándose por la columnilla de mármol que lo
partía en dos huecos iguales subía desde el interior de la vivienda una
de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y
lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.
En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos
vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón
de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.
Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del
judío y veían por casualidad a Sara tras de las celosías de su ajimez
morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque exclamaban en alta voz,
admirados de las perfecciones de la hebrea:
-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado de sí tan hermoso vástago!
Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos
grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo
brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el
cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos, parecían
recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de
una hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de
la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía
grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y
ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que
anuncian el vago despertar del deseo.
Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa
hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a
los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que la
instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo,
se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su
extraña conducta que el capricho de permanecer libre. Al fin, un día,
cansado de sufrir los desdenes de Sara, y sospechando que su eterna
tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto
importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y le dijo:
-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?
El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su
continuo martilleo y, sin mostrar la menor emoción, preguntó a su
interpelante:
-¿Y qué dicen de ella?
-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen…, qué sé yo…, muchas cosas… Entre otras, que tu hija está enamorada de un cristiano…
Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.
Daniel levantó de nuevo sus ojos, le miró un rato fijamente, sin
decir palabra, y bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida
tarea, exclamó:
-¿Y quien dice que eso no es una calumnia?
-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle,
mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el
joven hebreo, admirado de que sus sospechas, primero, y después sus
afirmaciones no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.
Éste, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre
el que, después de dejar a un lado el martillo, se ocupaba en bruñir el
broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar
en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus
labios las ideas que cruzaban por su mente.
-¡Je!, ¡je!, ¡je! -decía, riéndose de una manera extraña y
diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, el báculo en que
se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano?… ¿Y
vosotros creéis que lo hará? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando
para sí y siempre riéndose, mientras la lima chirriaba cada vez con más
fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero-. ¡Je!, ¡Je! ¡Pobre
Daniel!, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo
moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe
guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?… ¡Je!, ¡je!, ¡je!
¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que
si mi hija tiene un amante…, que bien puede ser, y ese amante es
cristiano y procura seducirla y la seduce, que todo es posible, y
proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por
ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejará
así arrebatar su tesoro?, ¿crees tú que no sabrá vengarse?
-Pero -exclamó, interrumpiéndole, el joven-, ¿sabéis, acaso…?
-Sé -dijo Daniel, levantándose y dándole un golpecito en la espalda-,
sé más que tú, que nada sabes, ni nada sabrías si no hubiese llegado la
hora de decirlo todo… Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto
antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con
ellos. ¡Adiós!
Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la
calle, recogió sus trebejos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles
cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.
El ruido que produjo la puerta al encajarse, rechinando sobre sus
premiosos goznes, impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías
del ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía
acabara de retirarse de su alféizar.
– II –
Era noche de Viernes Santo; los habitantes de Toledo, después de
haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de
entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a
la del Cristo de la Luz, que robado por unos judíos, dejó un rastro de
sangre por el cual se descubrió el crimen; o la historia del Santo Niño
de la Guarda, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron
la cruel pasión de Jesús. Reinaba en la ciudad un silencio profundo,
interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias
nocturnos que en aquella época velaban en derredor del alcázar, ya por
los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o
zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de
un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos,
que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo y
sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando
trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de
los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba
con impaciencia.
-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que
esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos!… ¿Dónde
diantres se tendrán dada cita con Satanás, qué todos acuden a mi barca,
teniendo tan cerca el puente?… No, no irán a nada bueno cuando así
evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Servando…
Pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su
palma, que yo en nada entro ni salgo.
Esto diciendo el buen hombre, sentándose en su barca aparejó los
remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer
había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la
amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla
opuesta.
-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se
hubieron alejado de los molinos, y como refiriéndose a algo de que ya
habían tratado anteriormente.
-Ni los he podido contar -respondió el interpelado-; ¡un enjambre!… Parece que esta noche será la última que se reúnen.
-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?
-Lo ignoro…; pero ello es que aguardan a alguien que debe llegar esta
noche… Yo no sé para qué le aguardarán, aunque presumo que para nada
bueno.
Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes
sumida en un profundo silencio y como tratando de coordinar sus ideas.
«No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor
y prepara alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa adónde van,
qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderle».
Cuando Sara se puso un instante de pie y, como para alejar las
horribles dudas que la preocupaban, se pasó la mano por la frente, que
la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la
orilla opuesta.
-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a
su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía
serpenteando por entre las rocas-, ¿es ése el camino que siguen?
-Ése es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro desaparecen por la
izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán adónde se dirigen
-respondió el barquero.
Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante
algunos minutos se le vio aparecer y desaparecer alternativamente entre
aquel oscuro laberinto de rocas cortadas a pico; después, y cuando hubo
llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó
un instante sobre el fondo azul del cielo y, por último, desapareció
entre las sombras de la noche.
– III –
Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la
Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el
vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella
época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la
conquista de los árabes.
En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el
suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre los que yacían medio
ocultos, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar
groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o
grotescos e informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie
los muros laterales y algunos arcos rotos y cubiertos de yedra.
Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar
al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes,
indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se
dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la
iglesia.
En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no
sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes
bien, despidiendo cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía
animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud ávida, como
él, de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión,
estaba allí, y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando
en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible
solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa
obra que había estado meditando días y días mientras golpeaba impasible
el yunque en su covacha de Toledo.
Sara, que a favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio
de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de
horror al penetrar en su interior con la mirada. Al rojizo resplandor de
una fogata, que proyectaba la forma de aquel círculo infernal en los
muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por
levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con
las ramas de los zarzales o aplastaban sobre una piedra las puntas de
los enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente:
recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de
misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño
Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia
inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.
Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban
aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo
aguardaban la víctima.
Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y
animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le
había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo, y,
rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentose de improviso
en el dintel del templo.
Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y
Daniel, dando un paso hacia su hija en ademán amenazante, le preguntó
con voz ronca:
-¿Qué buscas aquí, desdichada?
-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y
resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que
en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que
intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre; porque el cristiano a quien
aguardáis no vendrá, porque yo le he prevenido de vuestras asechanzas.
-¡Sara! -exclamó el judío rugiendo de cólera-. Sara, eso no es
verdad; tú no puedes habernos hecho traición hasta el punto de revelar
nuestros misteriosos ritos; y si es verdad que los has revelado, tú no
eres mi hija…
-No, ya no lo soy; he encontrado otro padre, un padre todo amor para
los suyos, un padre a quien vosotros enclavasteis en una afrentosa cruz,
y que murió en ella por redimirnos, abriéndonos para una eternidad las
puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me
avergüenzo de mi origen.
Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que
sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se
arrojó sobre la hermosa hebrea, y derribándola en tierra y asiéndola por
los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta
el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para
recibirla, exclamando al dirigirse a los que le rodeaban:
-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.
– IV –
Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral atronaban los
aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían
en tirar ballestazos a los judas de paja, ni más ni menos que como
todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la
puerta de su tenducho, como tenía de costumbre, y con su eterna sonrisa
en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de
golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del
morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la
hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores…
Cuentan que, algunos años después, un pastor trajo al arzobispo una
flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los
atributos del martirio del Salvador; flor extraña y misteriosa que
había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la
derruida iglesia.
Cavando en aquel lugar y tratando de inquirir el origen de aquella
maravilla, añaden que se halló el esqueleto de una mujer, y enterrados
con él otros tantos atributos divinos como la flor tenía.
El cadáver, aunque nunca se pudo averiguar de quién era, se conservó
por largos años con veneración especial en la ermita de San Pedro el
Verde, y la flor, que hoy se ha hecho bastante común, se llama Rosa de
Pasión.