"Yo soy la madre del amor
hermoso"
(Ecclo 24,24), dice María; porque su amor, dice un autor, hace
hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue como madre amorosa
recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura su bien como tú, Dulcísima
reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en todo? Más -sin
comparación, dice san Buenaventura- que la madre que nos dio a luz, nos amas y
procuras nuestro bien. ¡Dichosos los que viven bajo la protección de una madre
tan amante y poderosa!
*****
El profeta David, aun cuando no había nacido María, ya
buscaba la salvación de Dios proclamándose hijo de María, y rezaba así:
"Salva al hijo de tu esclava" (Sal 85,16). ¿De qué esclava -exclama
san Agustín- sino de la que dijo: He aquí la esclava del Señor? ¿Y quién tendrá
jamás la osadía -dice el cardenal Belarmino- de arrancar estos hijos del seno
de María cuando en él se han refugiado para salvarse de sus enemigos? ¿Qué
furias del infierno o qué pasión podrán vencerles si confían en absoluto en la
protección de esta sublime madre?
Cuentan de la ballena que cuando ve a sus
hijos en peligro, o por la tempestad o por los pescadores, abre la boca y los
guarda en su seno. Esto mismo, dice Novario, hace la piadosísima madre con sus
hijos. Cuando brama la tempestad de las tentaciones, con materno amor como que
los recibe y abriga en sus propias entrañas, hasta que los lleva al puerto
seguro del cielo. Madre mía amantísima y piadosísima, bendita seas por siempre
y sea por siempre bendito el Dios que nos ha dado semejante madre como seguro
refugio en todos los peligros de la vida.
La Virgen reveló a santa Brígida que así
como una madre si viera a su hijo entre las espadas de los enemigos haría lo
imposible por salvarlo, así obro yo con mis hijos, por muy pecadores que sean,
siempre que a mí recurran para que los socorra. Así es como venceremos en todas
las batallas contra el infierno, y venceremos siempre con toda seguridad
recurriendo a la madre de Dios y madre nuestra, diciéndole y suplicándole
siempre: "Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios". ¡Cuántas
victorias han conseguido sobre el infierno los fieles sólo con acudir a María
con esta potentísima oración! La sierva de Dios sor María del Crucificado,
benedictina, así vencía siempre al demonio.
Estad siempre contentos los que os sentís
hijos de María; sabed que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser.
¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende?
Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta buena madre
y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mía? Nada; que la causa de tu
eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que es
tu hermano, y de María, que es tu madre. Con este mismo modo de pensar se anima
san Anselmo y exclama: "¡Oh dichosa confianza, oh refugio mío, Madre de
Dios y madre mía! ¡Con cuánta certidumbre debemos esperar cuando nuestra
salvación depende del amor de tan buen hermano y de tan buena madre!" Esta
es nuestra madre que nos llama y nos dice: "Si alguno se siente como niño
pequeño, que venga a mí" (Pr 9,4). Los niños tienen siempre en los labios
el nombre de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre,
madre! - Oh María Dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que
nosotros, como niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que
recurramos siempre a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a
todos tus hijos que han acudido a ti.
Si María es nuestra madre, bien está que
consideremos cuánto nos ama.
El amor hacia los hijos es un amor
necesario; por eso -como reflexiona santo Tomás- Dios ha puesto en la divina
ley, a los hijos, el precepto de amar a los padres; mas, por el contrario, no
hay precepto expreso de que los padres amen a sus hijos, porque el amor hacia
ellos está impreso en la naturaleza con tal fuerza que las mismas fieras, como
dice san Ambrosio, no pueden dejar de amar a sus crías. Y así, cuentan los
naturalistas, que los tigres, al oír los gritos de sus cachorros, presos por
los cazadores, hasta se arrojan al agua en persecución de los barcos que los
llevan cautivos. Pues si hasta los tigres, parece decirnos nuestra amadísima
madre María, no pueden olvidarse de sus cachorros, ¿cómo podré olvidarme de
amaros, hijos míos? "¿Acaso puede olvidarse la mujer de su niño sin
compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo nunca
me olvidaré de ti" (Is 49,15). Si por un imposible una madre se olvidara
de su hijo, es imposible, nos dice María, que yo pueda olvidarme de un hijo
mío.
María es nuestra madre, no ya según la
carne, como queda dicho, sino por el amor. "Yo soy la madre del amor
hermoso" (Ecclo 24,24). El amor que nos tiene es el que la ha hecho madre
nuestra, y por eso se gloría, dice un autor, en ser madre de amor, porque
habiéndonos tomado a todos por hijos es todo amor para con nosotros. ¿Quién
podrá explicar el amor que nos tiene a nosotros miserables pecadores? Dice
Arnoldo de Chartes que ella, al morir Jesucristo, deseaba con inmenso ardor
morir junto al hijo por nuestro amor. Y así, cuando el Hijo -dice san Ambrosio-
colgaba moribundo en la cruz, María hubiera querido ofrecerse a los verdugos
para dar la vida por nosotros.
Pero consideremos los motivos de este
amor para que entendamos cuánto nos ama esta buena madre.
La primera razón del amor tan grande que
María tiene a los hombres es el gran amor que ella le tiene a Dios. El amor a
Dios y al prójimo, como escribe san Juan, se incluyen en el mismo precepto.
"Tenemos este mandamiento del Señor, que quien ama a Dios, ame también a
su hermano" (1Jn 4,21). De modo que, cuando crece el uno, crece el otro
también. Por eso vemos que los santos, que tanto amaban a Dios, han hecho tanto
por el amor de sus prójimos. Han llegado a exponer la libertad y hasta la vida
por su salvación. Léase lo que hizo san Francisco Javier en la India, donde
para ayudar a las almas de aquellas gentes escalaba las montañas, exponiéndose
a mil peligros para encontrar a los paganos en sus chozas y atraerlos a Dios.
Un san Francisco de Sales que para convertir a los herejes de la región de
Chablais se aventuró durante un año a pasar todos los días un torrente
impetuoso, andando sobre un madero, a veces helado, para llegar a la otra
ribera y poder predicar a los obstinados herejes. Un san Paulino que se entregó
como esclavo para librar al hijo de una pobre viuda. Un san Fidel que por
atraer a la fe a unos herejes, predicando perdió la vida. Los santos, porque
así amaban a Dios, se lanzaron a hacer cosas tan heroicas por sus prójimos.
Pero ¿quién ha amado a Dios más que
María? Ella lo amó desde el primer instante de su existencia más de lo que lo
han amado y amarán todos los ángeles y santos juntos en el curso de su
existencia, como luego veremos considerando las virtudes de María. Reveló la
Virgen a sor María del Crucificado que era tal el fuego de amor que ardía en su
corazón hacia Dios, que podría abrasar en un instante todo el universo si lo
pudieran sentir. Que en su comparación eran como suave brisa los ardores de los
serafines. Por tanto, como no hay entre los espíritus bienaventurados quien ame
a Dios más que María, así no puede haber, después de Dios, quien nos ame más
que esta amorosísima Madre. Y si se pudiera unir el amor que todas las madres
tienen a sus hijos, todos los esposos a sus esposas y todos los ángeles y
santos a sus devotos, no alcanzaría el amor que María tiene a una sola alma.
Dice el P. Nierembergh que el amor que todas las madres tienen por sus hijos es
pura sombra en comparación con el amor que María tiene por cada uno de
nosotros. Más nos ama ella sola -añade- que lo que nos aman todos los ángeles y
santos.
Además, nuestra Madre nos ama tanto
porque Jesús nos ha recomendado a ella como hijos cuando le dijo antes de
expirar: "Mujer, he ahí a tu hijo", entregándole en la persona de
Juan a todos los hombres, como ya lo hemos considerado. Estas fueron las
últimas palabras que le dijo su Hijo. Los últimos encargos de la persona amada
en la hora de la muerte son los que más se estiman, y no se pueden borrar de la
memoria.
También somos hijos muy queridos de María
porque le hemos costado excesivos dolores. Las madres aman más a los hijos por
los que más cuidados y sufrimientos han tenido para conservarles la vida.
Nosotros somos esos hijos por los cuales María, para obtenernos la vida de la
gracia, ha tenido que sufrir el martirio de ofrecer la vida de su amado Jesús,
aceptando, por nuestro amor, el verlo morir a fuerza de tormentos. Por esta
sublime inmolación de María, nosotros hemos nacido a la vida de la gracia de
Dios. Por eso somos los hijos muy queridos de su corazón, porque le hemos
costado excesivos dolores. Así como del amor del eterno Padre hacia los
hombres, al entregar a la muerte por nosotros a su mismo Hijo, está escrito:
"Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su propio Hijo" (Jn 3,16),
así ahora -dice san Buenaventura- se puede decir de María. "Así nos amó
María, que nos entregó a su propio Hijo".
¿Cuándo nos lo dio? Nos lo dio, dice el
P. Nierembergh, cuando le otorgó licencia para ir a la muerte. Nos lo dio
cuando, abandonado por todos, por odio o por temor, podía ella sola defender
muy bien ante los jueces la vida de su Hijo. Bien se puede pensar que las
palabras de una madre tan sabia y tan amante de su hijo hubieran podido impresionar
grandemente, al menos a Pilato, disuadiéndole de condenar a muerte a un hombre
que conocía, y declaró que era inocente. Pero no; María no quiso decir una
palabra en favor de su Hijo para no impedir la muerte, de la que dependía
nuestra salvación. Nos lo dio mil y mil veces al pie de la cruz durante
aquellas tres horas en que asistió a la muerte de su Hijo, ya que entonces, a
cada instante, no hacía otra cosa que ofrecer el sacrificio de la vida de su
Hijo con sumo dolor y sumo amor hacia nosotros, y con tanta constancia que, al
decir de san Anselmo y san Antonino, que si hubieran faltado verdugos ella
misma hubiera obedecido a la voluntad del Padre (si se lo exigía) para
ofrecerlo al sacrificio exigido para nuestra salvación. Si Abrahán tuvo la fuerza
de Dios para sacrificar a su hijo (cuando El se lo ordenó), podemos pensar que,
con mayor entereza, ciertamente, lo hubiera ofrecido al sacrificio María,
siendo más santa y obediente que Abrahán.
Pero volviendo a nuestro tema, ¡qué
agradecidos debemos vivir para con María por tanto amor! ¡Cuán reconocidos por
el sacrificio de la vida de su Hijo que ella ofreció con tanto dolor suyo para
conseguir a todos la salvación! ¡Qué espléndidamente recompensó el Señor a
Abrahán el sacrificio que estuvo dispuesto a hacer de su hijo Isaac! Y
nosotros, ¿cómo podemos agradecer a María por la vida que nos ha dado de su
Jesús, hijo infinitamente más noble y más amado que el hijo de Abrahán? Este
amor de María -al decir de san Buenaventura- nos obliga a quererla muchísimo,
viendo que ella nos ha amado más que nadie al darnos a su Hijo único al que
amaba más que a sí misma.
De aquí brota otro motivo por el que
somos tan amados por María, y es porque sabe que nosotros somos el precio de la
muerte de su Jesús. Si una madre viera a uno de sus siervos rescatado por su
hijo querido, ¡cuánto amaría a este siervo por este motivo! Bien sabe María que
su Hijo ha venido a la tierra para salvarnos a los miserables, como él mismo lo
declaró: "He venido a salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Y por
salvarnos aceptó entregar hasta la vida: "Hecho obediente hasta la
muerte" (Flp 2,8). Por consiguiente, si María nos amase fríamente,
demostraría estimar poco la sangre de su Hijo, que es el precio de nuestra
salvación. Se le reveló a la monja santa Isabel que María, que estaba en el
templo, no hacía más que rezar por nosotros, rogando al Padre que mandara
cuanto antes a su Hijo para salvar al mundo. ¡Con cuánta ternura nos amará
después que ha visto que somos tan amados de su Hijo que no se ha desdeñado de
comprarnos con tanto sacrificio de su parte!
Y porque todos los hombres han sido
redimidos por Jesús, por eso María los ama a todos y los colma de favores. San
Juan la vio vestida de sol: "Apareció en el cielo una gran señal, una
mujer vestida de sol" (Ap 12,1). Se dice que estaba vestida de sol porque,
así como en la tierra nadie se ve privado del calor del sol, "no hay quien
se esconda de su calor" (Sal 18,7), así no hay quien se vea privado del
calor del amor de María, es decir, de su abrasado amor.
¿Y quién podrá comprender jamás -dice san
Antonino- los cuidados que esta madre tan amante se toma por nosotros? ¡Cuántos
cuidados los de esta Virgen madre por nosotros! ¡A todos ofrece y brinda su
misericordia! Para todos abre los senos de su misericordia, dice el mismo
santo. Es que nuestra Madre ha deseado la salvación de todos y ha cooperado en
esa salvación. Es indiscutible -dice san Bernardo- que ella vive solícita por
todo el género humano. Por eso es utilísima la práctica de algunos devotos de
María que, como refiere Cornelio a Lápide, suelen pedir al Señor les conceda
las gracias que para ellos pide la santísima Virgen, diciendo: "Dame,
Señor, lo que para mí pide la Virgen María". Y con razón, dice el mismo
autor, pues nuestra Madre nos desea bienes inmensamente mayores de los que
nosotros mismos podemos desear. El devoto Bernardino de Bustos dice que más
desea María hacernos bien y dispensarnos las gracias, de lo que nosotros
deseamos recibirlas. Por eso san Alberto Magno aplica a María las palabras de
la Sabiduría: "Se anticipa a los que la codician poniéndoseles delante
ella misma" (Sb 6,13). María sale al encuentro de los que a ella recurren
para hacerse encontradiza antes de que la busquen. Es tanto el amor que nos
tiene esta buena Madre -dice Ricardo de San Víctor-, que en cuanto ve nuestras
necesidades acude al punto a socorrernos antes de que le pidamos su ayuda.
Ahora bien, si María es tan buena con
todos, aun con los ingratos y negligentes que la aman poco y poco recurren a
ella, ¿cómo será ella de amorosa con los que la aman y la invocan con
frecuencia? "Se deja ver fácilmente de los que la aman, y hallar de los
que la buscan" (Sb 6,12). Exclama san Alberto Magno: "¡Qué fácil para
los que aman a María encontrarla toda llena de piedad y de amor!" "Yo
amo a los que me aman" (Pr 8,17). Ella declara que no puede dejar de amar
a los que la aman. Estos felices amantes de María -afirma el Idiota- no sólo
son amados por María, sino hasta servidos por ella. "Habiendo encontrado a
María se ha encontrado todo bien; porque ella ama a los que la aman y, aún más,
sirve a los que la sirven".
Estaba muy grave fray Leonardo, dominico
(como se narra en las Crónicas de la Orden), el cual más de doscientas veces al
día se encomendaba a esta Madre de misericordia. De pronto vio junto a sí a una
hermosísima reina que le dijo: "Leonardo, ¿quieres morir y venir a estar
con mi Hijo y conmigo?" "¿Y quién eres, señora?", le preguntó el
religioso. "Yo soy -le dijo la Virgen- la Madre de la Misericordia; tú me
has invocado tantas veces y ya ves que ahora vengo a buscarte. ¡Vámonos al
paraíso!" Y ese mismo día murió Leonardo, siguiéndola, como confiamos, al
reino bienaventurado.
María, ¡dichoso mil veces quien te ama!
"Si yo amo a María -decía san Juan Berchmans, estoy seguro de perseverar y
conseguiré de Dios lo que desee". Por eso el bienaventurado joven no se
saciaba de renovarle su consagración y de repetir dentro de sí: "¡Quiero
amar a María! ¡Quiero amar a María!"
¡Y cómo aventaja esta buena madre en el
amor a todos sus hijos! Ámenla cuanto puedan -dice san Ignacio mártir-, que
siempre María les amará más a los que la aman. Ámenla como un san Estanislao de
Kostka, que amaba tan tiernamente a ésta su querida madre, que hablando de ella
hacía sentir deseos de amarla a cuantos le oían. El se había inventado nuevas
palabras y títulos para celebrarla. No comenzaba acción alguna sin que,
volviéndose a alguna de sus imágenes, le pidiera su bendición. Cuando él
recitaba el Oficio, el Rosario u otras oraciones, las decía con tal afecto y
tales expresiones como si hablara cara a cara con María. Cuando oía cantar la
Salve se le inflamaba el alma y el rostro. Preguntándole un padre de la
Compañía, una vez en que iban a visitar una imagen de la Virgen santísima,
cuánto la amaba, le respondió: "Padre, ¿qué mas puedo decirle? ¡Si ella es
mi madre!" Y el padre dijo después que el santo joven profirió esas
palabras con tal ternura de voz, de semblante y de corazón, que ya no parecía
un joven, sino un ángel que hablase del amor a María.
Ámenla como B. Herman,
que la llamaba esposa de sus amores porque con ese nombre le había honrado
María. Ámenla como un san Felipe Neri,
quien con solo pensar en María se derretía en tan celestiales consuelos que por
eso la llamaba sus delicias. Ámenla como
un san Buenaventura, que la llamaba no sólo su señora y madre, sino que para
demostrar la ternura del afecto que le tenía llegaba a llamarla su corazón y su
alma. Ámenla como aquel gran amante de
María, san Bernardo, que amaba tanto a esta dulce madre que la llamaba robadora
de corazones, por lo que el santo, para expresar el ardiente amor que le
profesaba, le decía: "¿Acaso no me has robado el corazón?" Llámenla "su inmaculada", como la llamaba san
Bernardino de Siena, que todos los días iba a visitar una devota imagen para
declararle su amor con tiernos coloquios que mantenía con su reina; y por eso,
a quien le preguntaba a dónde iba todos los días, le respondía que iba a buscar
a su enamorada. Ámenla cuanto un san
Luis Gonzaga, que ardía tanto y siempre en amor a María, que sólo con oír el
dulce nombre de su querida madre al instante se le inflamaba el corazón y se le
encendía el rostro a la vista de todos.
Ámenla cuanto un san Francisco Solano, quien como
enloquecido con santa locura en amor a María, acompañándose con una vihuela, se
ponía a cantar coplas de amor delante de la santa imagen, diciendo que así como
los enamorados del mundo, él le daba la serenata a su amada reina.
Ámenla cuanto la han amado tantos siervos suyos que
no sabían qué hacer para manifestarle su amor. El padre Juan de Trejo, jesuita,
se preciaba de llamarse esclavo de María, y en señal de esclavitud iba con
frecuencia a visitarla en una ermita; y allí, ¿qué hacía? Al llegar derramaba
tiernas lágrimas por el amor que sentía a María; después besaba aquel pavimento
pensando que era la casa de su amada señora. El P. Diego Martínez, de la misma
Compañía, en sus fiestas, se sentía como transportado al cielo a contemplar
cómo allí las celebraban, y decía: "Quisiera tener todos los corazones de
los ángeles y de los santos para amar a María como ellos la aman. Quisiera
tener la vida de todos los hombres para darla por amor a María". Trabajen
otros por amarla cuanto la amaba Carlos, hijo de santa Brígida, que decía no haber
cosa que le consolara en el mundo como saber que María era tan amada de Dios. Y
añadía que con mucho gusto hubiera aceptado todos los sufrimientos imaginables
con tal de que María no hubiera perdido un punto de su grandeza; y que si la
grandeza de María hubiera sido suya, con gusto hubiera renunciado a ella en su
favor por ser María la más digna.
Deseen hasta dar la vida como prueba de amor
a María, como lo deseaba san Alonso Rodríguez. Lleguen finalmente a grabar su
nombre en el pecho con agudos hierros, como lo hicieron el religioso Francisco
Binancio y Radagunda, esposa del rey Clotario. Y hasta impriman con hierros
candentes sobre la carne el amado nombre para que quede mucho más visible y
duradero, como lo hicieron en sus transportes de amor sus devotos Bautista
Archinto y Agustín de Espinosa, jesuitas.
Hagan por María e imaginen cuanto puede
hacer el más fino amante para expresar su amor a la persona amada, que no
llegarán a amarla como ella los ama. "Señora mía -dice san Pedro Damiano-,
ya sé que eres amabilísima y nos amas con amor insuperable". Sé, señora
mía, venía a decir, que nos amas con tal amor que no se deja vencer por ningún
otro amor. Estaba una vez san Alonso Rodríguez a los pies de una imagen de
María y sintiéndose inflamado de amor hacia la santísima Virgen, rompió a
decir: "Madre mía amantísima, ya sé que me amas, pero no me amas tanto
como yo a ti". Pero María, como sintiéndose herida en punto de amor, le
respondió desde la imagen: "¿Qué dices, Alonso, qué dices? ¡Cuánto más
grande es el amor que te tengo que el que tú me tienes. No hay tanta distancia
del cielo a la tierra como de mi amor al tuyo".
Razón tiene san Buenaventura al exclamar:
"¡Bienaventurados los corazones que aman a María! ¡Bienaventurados los que
la sirven fielmente!" ¡Dichosos los que tienen la fortuna de ser fieles
servidores y amantes de esta Madre llena de amor! Sí, porque la reina,
agradecida más que nadie, no se deja superar por el amor de sus devotos. María,
imitando en esto a nuestro amorosísimo redentor Jesucristo, con sus beneficios
y favores, devuelve centuplicado su amor a quien la ama. Exclamaré con el
enamorado san Anselmo: "¡Que desfallezca mi corazón en constante amor a
ti! ¡Que se derrita mi alma!" Arda siempre por ti mi corazón y se consuma
del todo en tu amor el alma mía, mi amado salvador Jesús y mi amada madre
María. Y ya que sin vuestra gracia no puedo amaros, concededme, Jesús y María,
por vuestros méritos, que no por los míos, que os ame cuanto merecéis. Dios
mío, enamorado de los hombres, has podido morir por tus enemigos, ¿y vas a
negar a quien te lo pide la gracia de amarte y amar a tu Madre santísima?
María es madre de los pecadores
arrepentidos
Declaró María a santa Brígida que ella no
sólo es madre de justos y de inocentes, sino también de los pecadores que
deseen enmendarse. Cuando un pecador recurre a María con deseo de enmendarse,
encuentra a esta buena madre de misericordia pronta a abrazarlo y ayudarle,
mejor de lo que lo hiciera cualquier otra madre. Esto es lo que escribió el
papa san Gregorio a la princesa Matilde: "Abandona el deseo de pecar y
encontrarás a María, te lo aseguro, más pronta para amarte que la madre que te
dio el ser". Pero quien aspire a ser hijo de esta madre maravillosa es
necesario que primero deje el pecado, y entonces podrá confiar en ser aceptado
por hijo. Sobre las palabras "se levantaron sus hijos" (Pr 31,28),
reflexiona Ricardo de San Lorenzo y advierte que, primero, se dice "se
levantaron", y, después, "sus hijos"; porque, añade, no puede
ser hijo de María quien no busca primero levantarse de la culpa donde ha caído.
Si es cierto, como dice san Pedro Crisólogo, "que reniega de su madre
quien no imita sus virtudes", lo es que quien se porta al contrario de
María niega con sus obras querer ser su hijo. María humilde, ¿y él quiere ser
soberbio? María purísima, ¿y él deshonesto? María llena de amor, ¿y él odiando
al prójimo? Da muestras de que ni es ni quiere ser hijo de tan santa madre.
"Los hijos de María -añade Ricardo de San Lorenzo- han de ser sus imitadores
en la castidad, en la humildad, en la mansedumbre, en la misericordia".
¿Y
cómo pretenderá ser hijo de María quien tanto la contraría con su mala vida?
Dijo un pecador a María: "Muestra que eres mi madre". Y la Virgen le
respondió: "Demuestra que eres mi hijo". Otro pecador invocaba a esta
divina Madre y la llamaba madre de misericordia. Y le dijo María:
"Vosotros pecadores, cuando queréis que os ayude, me llamáis madre de
misericordia; pero entre tanto no cesáis con vuestros pecados de hacerme madre
de miserias y dolores". "Maldito el que exaspera a su madre"
(Ecclo 3,16). Dios maldice al que aflige con su mala vida y con su obstinación
a esta su santa Madre.
He dicho con su obstinación porque el
pecador, aun cuando no haya roto las cadenas del pecado, si se esfuerza por
salir del pecado y por eso busca la ayuda de María, esta madre no dejará de
socorrerlo y tornarlo a la gracia de Dios. Cosa que oyó santa Brígida de boca
de Jesucristo, que hablando con María le dijo: "Auxilias a todo el que se
esfuerza por elevarse hacia Dios y a nadie dejas privado de tus
consuelos". Mientras el pecador permanece obstinado, María no puede
amarlo; pero si se encuentra encadenado por cualquier pasión que lo hace
esclavo del infierno y al menos se encomienda a la Virgen y le suplica con
confianza y perseverancia que lo saque del pecado, sin duda que esta buena
madre le tenderá su poderosa mano, lo librará de las cadenas y lo conducirá a
estado de salvación. Es herejía condenada por el Concilio de Trento decir que
todas las oraciones y obras que se hacen en pecado son pecado. Dice san
Bernardo que las plegarias en boca del pecador, si bien no son hermosas porque
no van acompañadas de la caridad, sin embargo son útiles y provechosas para
salir del pecado porque, como lo enseña santo Tomás, aunque la oración del
pecador no es meritoria, es muy apta para impetrar la gracia del perdón, pues
la gracia de impetrar no se funda en el mérito del que ruega, sino en la bondad
divina y en los méritos y promesas de Jesucristo, que ha dicho: "Todo el
que pide, recibe" (Lc 11,10). Lo mismo hay que decir de las plegarias que
se dirigen a la Madre de Dios.
Si el que ruega, dice san Anselmo, no
merece ser oído, los méritos de María, a la cual se encomienda, harán que sea
escuchado. Por eso san Bernardo exhorta a todos los pecadores a que rueguen a
María y tengan gran confianza al suplicarle; porque si el pecador no merece lo
que pide, ciertamente se concederá a María, por sus méritos, lo que se pide a
Dios. Este es el oficio de una buena madre, dice el mismo santo. Una madre que
supiese que dos de sus hijos se odiaban a muerte y que uno pensara quitarle la
vida al otro, ¿qué no haría para conseguir reconciliarlos por todos los medios?
Así, dice el santo, María es madre de Jesús y madre del hombre. Cuando ve a un
pecador enemistado con Jesucristo no puede sufrir verlos odiándose y no
descansa hasta ponerlos en paz. "Oh bienaventurada María, tú eres madre
del reo y madre del juez; siendo madre de entrambos hijos, no puedes soportar
que haya discordias entre los dos". La benignísima Señora no quiere otra
cosa del pecador sino que se encomiende a ella con intención de enmendarse.
Cuando María ve a sus pies a un pecador que viene a pedirle misericordia, no
mira los pecados que tiene, sino la intención con que viene. Si viene con buena
intención, aunque haya cometido todos los pecados del mundo, lo abraza y la
benignísima madre no se desdeña de curarle todas las llagas de su alma. Es que
no sólo la llamamos madre de la misericordia, sino que lo es verdaderamente
como lo muestra con el amor y ternura en socorrer. Todo esto le expresó la
Virgen a santa Brígida, diciendo: "Por muy grande que sea un pecador,
estoy preparada para recibirlo al punto si a mí viene; ni me fijo en cuánto ha
pecado, sino en la intención con que viene; y no me desdeño en ungir sus llagas
y curárselas, porque me llamo y soy de verdad la madre de la
misericordia".
María es madre de los pecadores que
quieren convertirse y como madre no puede dejar de compadecerse de ellos, y
hasta pareciera que siente como propios los sufrimientos de sus propios hijos.
Cuando la cananea suplicó a Jesús que librara a su hija del demonio que la
atormentaba, le dijo: "Jesús, hijo de David, ten compasión de mí, que mi
hija es atormentada por el demonio" (Mt 15,22). Pero si la atormentada por
el demonio era la hija y no la madre, parece que debiera haber dicho: Señor,
ten piedad de mi hija, no de mí. Pero no; dijo: "Ten piedad de mí".
Con toda razón, porque las miserias y desgracias de los hijos las sienten las
madres como propias. Así es la manera, dice Ricardo de San Lorenzo, como
suplica a Dios María cuando intercede por un pecador que a ella se encomienda.
"María clama por el alma pecadora y dice: Ten compasión de mí". Señor
mío, parece decirle, esta pobre alma que está en pecado es hija mía, y por eso
ten piedad no tanto de ella cuanto de mí que soy su madre.
¡Ojalá que todos los pecadores
recurrieran a esta dulce madre! ¡Todos se verían perdonados por Dios! "¡Oh
María -exclama lleno de admiración san Buenaventura-, al pecador despreciado
por todo el mundo, tú lo abrazas con maternal afecto y no lo abandonas, sino
que consigues reconciliarlo con el Juez!" Quiere decir el santo con esto
que el pecador, mientras permanece en su pecado, es despreciado y aborrecido de
todos; hasta las criaturas inanimadas; el aire, el fuego y la tierra parece que
quisieran castigarlo y vengarse de él para reparar el honor de su Dios
despreciado. Pero si este infeliz acude a María, ¿María lo rechazará? No; que
si viene con intención de obtener ayuda para enmendarse, ella lo abraza con
amor de madre y no descansa hasta que con su poderosa intercesión lo reconcilia
con Dios y lo pone en su gracia.
Se lee en el segundo libro de Samuel (2Sm
14) que la sagaz mujer de Técoa se presentó a David y le habló de esta manera:
"Señor, yo tenía dos hijos y, para mi desgracia, uno mató al otro. Ya he
perdido un hijo, y ahora la justicia quiere quitarme el único que me ha
quedado. Ten piedad de esta pobre madre y haz que no me vea privada de los dos
hijos". David, compadecido de esta madre, perdonó al delincuente. Esto
mismo parece decir María cuando ve a Dios indignado contra un pecador que a
ella se encomienda: "Dios mío -le dice-, yo tenía dos hijos, Jesús y el
hombre. El hombre ha matado a mi Jesús en la cruz. Ahora tu justicia quiere
condenar al hombre. Señor, mi Jesús ya ha muerto; ten compasión de mí, y si he
perdido uno, no consientas que pierda ahora al otro".
Seguro que Dios no
condena a los pecadores que recurren a María y por los que ella ruega, siendo
así que el mismo Dios los ha confiado como hijos a María. El devoto Laspergio
hace hablar así al Señor: "Encomendé los pecadores como hijos a María. Por
eso se muestra tan solícita en cumplir su oficio que no consiente se condene
ninguno de los que le han sido confiados, sobre todo si la invocan; y hace todo
lo que está en su mano para atraerlos a todos a mí".
¿Quién podrá explicar, dice Blosio, la
bondad, la misericordia, la fidelidad y la caridad con que esta nuestra madre
nos protegerá cuando pedimos su ayuda? Postrémonos, pues, dice san Bernardo,
ante esta buena madre, abracémonos a sus sagrados pies para que nos bendiga y
nos acepte por hijos. ¿Quién puede desconfiar de la bondad de esta Madre? Decía
san Buenaventura: "Aunque tuviera que morir, en ella esperaré; y puesta en
ella toda mi confianza, junto a su imagen deseo morir y me salvaré". Así
debe decir todo pecador que recurre a esta madre tan piadosa: Señora mía, yo,
con toda razón, merezco que me deseches de tu presencia y me castigues según
mis culpas; pero aun cuando parezca que me abandonas y me dejas morir, no
perderé la confianza en que tú me salvas. Confío absolutamente en ti, y con tal
que tenga la dicha de morir ante tu imagen, encomendándome a tu misericordia,
tengo la plena seguridad de no condenarme y de llegar a alabarte y bendecirte
en el cielo en compañía de tantos siervos tuyos que al morir, y llamándote en
su ayuda, se han salvado todos por tu poderosa intercesión.
FELIZ DÍA PARA TODAS LAS MADRES
tomado del libro Las Glorias de María (San Alfonso María de Ligorio