Júbilo de Jesucristo
(Ma Joie Terrestre où donc es-tu?)
por Albert Frank-Duquesne
¿Varón de dolores? Por
cierto que sí, pero en el Antiguo Testamento. No encontramos esta expresión en
las Escrituras de la
Nueva Alianza, en las cuales lo que más se le aproxima es
aquel error profesado por ciertos judíos según el cual Jesús era el mismísimo
Jeremías en persona, vuelto a la tierra con una misión. Inmediatamente el
Maestro dio cuenta de aquel malentendido. ¿Nos animaremos a decir que de hecho la
vida entera del Salvador, en la mayor parte de sus episodios y prácticamente
bajo todos sus aspectos, se ha revelado como jubilosa? Por superficial que
fuera la lectura de los Evangelios, allí resuena su palabra: pacífica, segura,
completamente serena, expresando la perfecta quietud que llena toda su vida.
Hay más: se puede decir que San Pablo frecuentemente conoció y saboreó momentos
de contento y tranquilidad en medio de una vida muy agitada. Pero comparadas
con las de Jesús, las alegrías del Apóstol no son sino cumbres mediocres.
Cristo experimentó mucho más que el refresco de la calma: sobreabundan sus
alegrías, sus estremecimientos de júbilo en el Espíritu Santo. El silencio de
las “colinas eternas”, el chapoteo del lago bajo una estimulante brisa, los
batallones de rojas azucenas, la gloria de los pastizales campestres¾¾todos
tenían para contarle secretos, acentos, que ningún poeta oyó jamás. Pero su más
cara delicia estaba en pasearse con los hijos de los hombres: entre ellos
encontró ternura y en sus casas halló solaz, exultante alegría y consuelo en su
amor. Por supuesto que nosotros, cuando se nos da por evocar su Encarnación, no
vemos sino su kénosis, su humillación, la tenebrosa nube que esconde al Sol de
Justicia; y sin embargo aquella sombra proyectada sólo recubre nuestras almas y
no la Suya. No
olvidemos que el Verbo se hizo carne por amor, en la espontaneidad de una
voluntad que encuentra su beatitud en todo lo que procura la Gloria del Padre. Pero nuestra natura, ¿no es una prisión? ¿un
ambiente por demás estrecho? Lo concedo, pero para el Verbo todo está
embalsamado de puro júbilo: “Me has dado un cuerpo, oh Dios. He aquí que vengo
a hacer tu voluntad, porque tu Ley yace en el fondo de mi corazón”.
Incluso en la Pasión
Su
juventud en Nazareth ¡oh, la
adolescencia de Cristo! cuando despunta
el alba de la conciencia mesiánica que Lucas bosqueja en unas pocas palabras,
¿acaso no fue el tiempo de descubrimientos maravillosos, tiempos en los que su
corazón latía más y más rápidamente a medida que descubría los designios de
Yahvé sobre Él? Gracias a su pobreza¾¾estúpidamente
exagerada debido a nuestra ignorancia acerca de la frugalidad oriental y por
razón de nuestras propias e innobles necesidades de confort disfrutaba
de la total disponibilidad de una vida sin apegos, sin cargas, ¡libre! “¿De qué
le vale al hombre ganar el mundo entero si con ello pierde el alma?
¡Insensato!, esta misma noche se te pedirá todo los que has allegado... No
andéis preocupados por el día de mañana...”
Por
poco que estemos en condiciones de entrever cuáles son los eternos manantiales
de su júbilo, basta con que consideremos a Jesús con ojo atento, amante,
apacible, para que se nos presenten a grandes líneas su secreto: pese a su
radical soledad, y por más que sus contactos con el Padre no pudieron sino
extender a su alrededor como un aire personal en el que el numinosum frena al fascinosum,
pese a nuestra faltas y sufrimientos con los que Él quiso cargar, a pesar de la
abominación, de la inconcebible e infernal desolación de su última hora sobre la Cruz, no hay un solo corazón
que desborde de tanto y tan verdadero gozo como el de Jesús. Mezclémonos entre
la muchedumbre de los judíos, contemplemos cómo se arrastra hacia el Gólgota:
bajo la esquelética “carcasa” (lista, diría Loisy, para la fosa común), existen
subterráneas fuentes de alegría que Él recela en lo más secreto de su alma y de
donde brota un torrente de “agua de vida”, de soberana beatitud, que nada podría detener. Es entonces que
comprendemos cómo en el mismo
momento de despedirse de sus discípulos para su cita con la Agonía, cuando la Cruz ya extendía sobre Él su
sombra más opaca que la noche¾¾pudo decirles:
“Os he dicho estas cosas para que mi gozo permanezca en vosotros, y que vuestro
gozo sea perfecto.”
Sí,
contemplemos a Cristo, nuestro precursor, capitán y autor de nuestra salud, en
camino hacia el Calvario. Ha pasado la noche, esa noche-crisol, visitación de Yahvé, “fuego devorador”
para quienquiera que haya llevado con angustia la cuenta de aquellas
interminables horas. Y sin embargo, aquella noche tampoco ha carecido de júbilo
festivo, ni se ha ausentado el amor: el lavado de los pies, la inefable
Eucaristía, la Gran
Colecta pontifical del Viernes Santo porque,
no lo olvidemos, la jornada litúrgica se inicia la víspera con el crepúsculo
del día anterior todos los
misterios de la suprema dilección atestiguan acerca de esta alegría manifestada
en el Umbral de las lágrimas de sangre. Y es que esta misma noche ha cubierto
con su velo los insomnios de la envidia, del odio y de la cobardía: toda esa
saña brota del abceso desbocado en casa de Anás, luego en el pretorio. Un
descolorido sol se levanta sobre este gran día de Dios ¿por qué iba a
resplandecer cuando Aquel del cual no es más que la sombra se iba lanzar “como
el Esposo que sale de la cámara nupcial, que avanza jubiloso, alegre héroe, para completar su carrera”? Aquí abajo, la
carne y la sangre han pagado su tributo a la debilidad original, la tara
contraída por Adán. Simón porta su Cruz; Él mismo, la cabeza coronada, se
apresura como puede hacia su trono; hoy es “el día del gozo de su corazón” (Cant. III:11). Una sorda exaltación lo
transporta secretamente; como en el Salmo XXI, mientras su alma se lamenta, su
espíritu rumia cánticos de acción de gracias; su corazón medita sobre “el manantial de las palabras excelentes”,
porque surge un flujo, una marea que lo invade y lo infla: marejada de
gratitud, de júbilo que barre con todo dolor, que ahoga la tristeza, que apaga
cualquier gemido con el clamor de sus “grandes aguas”.
Es
entonces que, atento a las quejas de los demás, escucha las lamentaciones de
las llorosas jerosomilitanas. Y es entonces que se detiene; se da vuelta y las
contempla, a esta hijas de su pueblo: y porque aquí, más que nunca, su
principal intento está en terminar con todo equívoco, porque quiere disipar
todo malentendido y acabar con hasta la última nota discordante, es que las
reprende por sus lágrimas, las pone en guardia contra su piedad sensible, egoísta
al fin, y por encima de todo, vana. Las alegrías sensibles le fueron
arrebatadas; las del alma, ya no las conoce. Si todavía queda una alegría
cualquiera que el hombre puede manchar o destruir, estemos seguros de que a Él
se la han quitado. Pero le quedan las alegrías del Espíritu, las insondables
delicias del Salmo XV, cuyo último versículo refiere precisamente al Vía Crucis: “Tú me harás conocer la
senda de la vida, la plenitud del gozo a la vista de tu rostro, las eternas
delicias de tu Diestra". Esta
alegría interior, espiritual, eterna, que brota de su espíritu victorioso¾¾¿o
acaso no había visto ya cómo caía Satán del cielo?¾¾es
ella la que lo ha sostenido mientras recorría la Vía “dolorosa”, puesto que de hecho se ha
convertido en una Vía triunfal. ¿Y si
meditásemos sobre este secreto?
Hay
cuatro ríos que alimentan el estuario de este júbilo, cuatro ríos, toda vez que
el Cristo es a la vez Nuevo Edén y Nuevo Adán.
La inocencia.
El
primero de estos ríos es la perfecta inocencia de Jesucristo. El misterio
principal del Antiguo Testamento consiste en la Ley divina. Preceptos, ordenanzas y mandamientos
maravillan al corazón y a la inteligencia¾¾el
Salmo 118 no puede sino volver sobre eso una y otra vez. Pero el abismo del Nuevo Testamento está en la perfecta
inocencia del Hombre-Dios.... ¿Por qué lloráis por mí? Y en efecto, durante
cerca de veinte siglos la especulación de los hombres ha sondeado vanamente
este abismo, en vano buscaron su fondo. Sus actos, tanto como sus palabras, han
pasado por esa criba; se los ha escudriñado minuciosamente, puestos a prueba,
comparados; pero su belleza moral, su soberana pureza no aparecieron sino más y
más luminosamente evidentes. Jesús no cesó de lanzar el desafío: “¿Quién de
vosotros me convencerá de pecado?”. El es único; en el mundo moral aparece como
un caso incomparable; María es la sombra que Él proyecta.
Meditar
sobre la perfecta inocencia de Jesucristo equivale a hundir la mirada en el
azur infinito, perderla en el insondable abismo de lo Alto. De esta inocencia
no sabemos nada; sólo la conocemos de oídas. En Adán todos hemos adquirido en
los labios este gusto a muerte. Mas Él, precisamente, es quien puede hacernos
presentir, por contraste, lo que debió ser, en el Edén, nuestra vida. Nuestra
fundamental carencia de pureza, la total ausencia de inocencia en el complejo
humano, la imposibilidad de ofrecerle a Dios, por nosotros mismos, un solo y
pobre instante de frescura primordial, de generosidad cándida (resulta
significativo que, incluso para los mejores de entre los nuestros, este
espléndido vocablo ha adquirido ribetes cómicos, un poco grotescos, en los que
imbécilmente mezclamos la chunga y la ironía frente a la inoportuna pureza del
otro). Esta más que incapacidad con referencia a lo trascendente, esta positiva
hostilidad hacia Dios que a veces descubrimos estupefactos en el fondo mismo de
nuestro ser, en el barro del que fuimos hechos¾¾por
aquí es por donde podemos conocer con sápida experiencia la inocencia que no
está en nosotros. ¡Y cuántas veces no nos hemos ido a dormir roídos por la
vergüenza del pecado, insatisfechos, inquietos, llevando al sueño una imagen
ensuciada de nosotros mismos! ¡Cuántas veces nuestro despertar no ha
entristecido y contaminado el alba cuando rumiamos nuestro pesar extendidamente¾¾y
demasiadas pocas veces con nuestros remordimientos! El recuerdo de nuestras
iniquidades del pasado, sobre todo de aquellas que “sólo” nosotros conocemos,
¡cuántas veces el rojo de la vergüenza no ha fluido hacia nuestros rostros! E
incluso ahora mismo, mientras, según creemos, nuestra vida está enderezada,
ahora que cada mañana la ofrecemos por entero al Padre y nos ponemos
prácticamente de hora en hora en las manos de Dios¾¾sin
embargo el fuego de la rebelión subsiste bajo las cenizas. Resistimos a la
tentación, pase... pero a la larga, en última instancia, a desgano, porque en
verdad no hay manera de actuar de otro modo sin aparecer a nuestros propios
ojos como unos perfectos crápulas. Porque evidentemente se trata de elegir:
¿retroceder? Puede que sí, ¡pero es para saltar mejor! ¡Vamos, vamos! Dios o
yo, Dios o yo... hoy, sí, cómo no, puesto que mañana será el mismo dilema...
Mas cuánta la miseria en esto de que para permanecer fiel a Él, hay que dejar
“todo eso”, que nos vemos obligados a tomar distancia de las satisfacciones
humanas y jugamos a ser el Moisés de Vigny... ¡Y luego me sorprendo de que mis
alegrías están manchadas!
Con
todo, si he recibido de manos sacerdotales el mismo perdón, el mismo, idéntico,
que el que dispensaba Jesús en Galilea; si el Espíritu Santo me ha liberado de
esta maldita inclinación; si tal temible propensión, combatida en vano durante
años, desaparece un día insensiblemente, discretamente, de modo que uno pudiera
decir sencillamente que fue, que ya no es más, porque como respuesta a mi
oración, SE la ha sencillamente borrado, tachada del orden de la existencia; si
una fascinadora tentación cualquiera que en apariencia resulta todopoderosa y
que se me ha echado al cuello asfixiándome una
tentación que viene en andas de un irresistible asalto que ha pasado como
alambre caído por sobre mis primeras líneas de defensa (y eso que los
defensores se las han habido continuamente con el enemigo)¾¾si en
tales circunstancias sin embargo he gritado: “¿Hasta cuándo andaré rengueando
de ambos lados? Si Yahvé solo es Dios, lo seguiré; ¡pero si es Baal, lo
seguiré!”... y si, tumbado sobre mi rostro, he clamado desde el fondo de mi
abismo: “¡Yahvé es mi Dios!”... entonces, en plena tentación, me he visto
servido por los ángeles y me han llevado de su mano, no fuera que mi pie tropiece
con la piedra, y me he sentado en el brocal de estos pozos sin fondo: el júbilo
de Cristo.
Mas
cuan mediocres, cuan inconmensurables, son estas “experiencias”; qué mal que me
preparan, cuan inadecuadas para iniciarme en la inmensa alegría de esta Alma,
de una consistencia, de una rectitud, de una equidad, ¡de una inocencia
inmaculada! Una conciencia simple, de una sola pieza sin repliegue ni costura,
sin secretas acusaciones; un espíritu sobre el cual no pesa ninguna culpa
personal; un corazón que nunca conoció el hambre y la sed del mal, ni la
vergüenza, ni la atracción de cosas innombrables; una imaginación que jamás se
manchó con fantasmas salidos de los abismos: hélo ahí a Jesús... Un alma que
vive permanentemente bajo el sol y sin nube alguna de la Presencia Divina;
de tal manera que jamás las lágrimas de la vergüenza y del remordimiento han
caído sobre su rostro y cuyos labios nunca conocieron una imploración
penitencial... ¡cuánto júbilo esconde Su inocencia! Un Hombre así, ¿no es Él
mismo fuente y manantial de júbilo, salmo matutino de la prístina creación,
corifeo de las estrellas “que cantan y exultan de gozo” (Job XXXVIII:7)? La
feliz pureza, la riente inocencia de un niño resplandeciente no es, comparada con
la de Cristo, más que un mundo en tinieblas en el que aparece un rayo de sol.
Mientras camina hacia el Calvario, Jesús pasa revista a su vida; no encuentra
mancha alguna, es pura como Yahvé: y alcanza para que en su corazón reine, en
esta hora de amargura, una alegría que no es de este mundo aquí
brilla un sol que nada ni nadie podría ensombrecer. Mientras va por la Vía “dolorosa” habla su pasado
y su vida da testimonio de Él: “El que me envió, está conmigo. Él no me ha
dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada” (Jn. VIII:29). La
conciencia que tiene de todo su pasado vuelto hacia la gloria y el honor del
Padre y el presente que en su condición de Hijo “le enseñó por sus propios padecimientos lo que significa
obedecer” (Hebr. V:8), suscita en Él como un aliento del Espíritu aun más
fuerte; se trata de un ritmo de gloria que, desde ya, hace palpitar su corazón roto
sí, mas triunfal. Por tanto, ¿aceptará las jeremiadas femeninas que
desnaturalizan el arrobamiento de su alma, su profundo estremecimiento en el
Espíritu Santo? “Tú amas la justicia y detestas la maldad; por esto, oh Dios,
el Dios tuyo te ungió, entre todos tus semejantes, con óleo de alegría” (Salmo
XLIV:8).
Confianza en Dios
Hemos
hablado de cuatro ríos que riegan el Edén, el alma del Nuevo Adán. El segundo
es el río de su indefectible confianza en Dios. Aquí aludimos a una confianza
cierta, firme, que nunca se inquieta, ni duda, ni vacila, ni titubea. Tiene fe
en Dios, le da crédito, se remite a Él... y es un misterio que jamás llegaremos
a penetrar. Por lo demás, se toca con el misterio de la kénosis, con las
fronteras, los límites y las ligaduras que aceptó Aquel que se vació de Sí
mismo. Había cosas que ignoraba, que sólo el Padre sabía. Hay otras que no pudo
hacer debido a la incredulidad de los hombres. Y más todavía, cosas que no pudo
dar: sólo el Padre las confiere.... Cuando el Verbo eterno se revistió con
nuestra carne, se deshizo de su gloria, veló su deidad. Convertido en semejante
nuestro, no es que simplemente haya disimulado su personalidad divina bajo una
máscara humana¾¾como si fuera un
Zeus circulando de incógnito entre los hombres¾¾sino
que ha querido conocer experimentalmente las debilidades y las limitaciones de
la carne; ha querido compartir la naturaleza misma de la Caída, con sus trabas y
desfallecimientos y no una naturaleza como si dijéramos, única, etérea,
separada, que lo habría hecho nuestro homoiousios
y no nuestro homoousios, no señor: es
esta humanidad manchada que Él, en su carne, heroica y sufridamente, ha
purificado, santificado y deificado. Por tanto, en su condescendencia y
filantropía los dos atributos
del Salvador sobre los cuales la liturgia Ortodoxa más insiste aceptó
llevar una vida de fe, de súplica y de oración. Su júbilo deriva pues en gran
parte de su absoluta confianza en Dios, alimentada y mantenida por la oración,
manifestada por esta constante simbiosis que le hacía decir, a pesar de su
profunda humildad, que “el Padre y Yo somos Uno... el Padre y Yo actuamos de
consuno”, y así siguiendo, siendo que “Yo”, en todos estos textos, refiere no
sólo al Verbo, al Hijo eterno, sino también al muy auténticamente humano Jesús
de Nazareno, el hijo del carpintero.
Y sin
embargo, lo sabemos demasiado bien, para nosotros no resulta nada fácil en esta
vida encarnada conservar una permanente confianza en Dios, una confianza que no
se desvíe ni por un instante. Y cuando la perdemos, cuando nos descubrimos “sin
Dios en este mundo” (Efesios II:12) ¡no nos
resignamos a eso con gozo en el corazón ni tampoco lo aceptamos con un alma
alegre y pacífica! La fe perdida ¿aún vive? ¿Somos todavía alguien? Yo mismo he
estado al borde de este pantano, he rozado de bastante cerca este abismo, tanto
como para para inclinarme sobre él¾¾fascinado,
paralizado por un temible vértigo. Y sé demasiado bien que, para mí, el dilema
resultaba harto simple: Dios sólo o la vesanía, Jesucristo o la delicuescencia
lisa y llana, mental y moral. En todo caso, alienación; pero tú, elige: al
Verdadero, al Fiel, o al padre de la mentira, al homicida desde el principio.
Y en
efecto, en ciertos momentos, la fe del Cristo sufrió la más extrema tensión. A
medida que el adolescente en Nazareth cobraba conciencia de su misión
redentora... y que el tiempo pasaba: veinte, veinticinco, treinta años¾¾cuando
volvió luego a los suyos y no fue recibido... cuando, más tarde, se abrieron
las compuertas del mal y cuando las tribulaciones, las miserias morales y
físicas, las abominaciones e iniquidades del mundo entero cayeron sobre Él, en
verdad que Le hizo falta una fe firmísima para que su caridad no se enfriara, y
eso sólo para permanecer en pie. Entonces descubrió que sus hermanos se
arrojaban hambrientos sobre el pan que dispensaba por compasión de sus
necesidades orgánicas, pero que luego le daban la espalda con desdeño por aquel
pan tanto más precioso que le ofrecía a sus almas... Los oyó gritar, animosos,
que lo querían por Rey, mientras en el fondo de su corazón rechazaban su ley de
amor... Otros hallaron sus palabras excesivamente duras, intransigentes,
exageradas, intolerantes, paradojales; “se retiraron y ya no andaban con Él”...
Y en fin, allí entre sus más cercanos, no ya entre los siervos sino entre sus
amigos, un traidor se aprestaba a traicionarlo con un beso... ¿Cómo podemos
creer que su fe, su confianza en Dios no ha sufrido, como un cable de alta
tensión durante una tormenta, una tensión inaudita, hasta los límites de su
resistencia, de manera tal que una sombra se proyectó sobre su alegría? En
Getsemaní, la victoria de su fe sobre el mundo pudo parecer comprometida, como
pendiente de la más mínima inclinación de la balanza... Todos los hombres, de
eso tenía amarga certeza, lo habían abandonado. La cruz en tinieblas esperaba
paciente que se le acercara su presa. Con mano temblorosa tomó “el cáliz de la
cólera y del vértigo, del terror y de la conmoción” (Salmos LIX:5; LXXV:9; Is.
LI:17, 22; Zac. XII:2), en el cual, dice el profeta, “hierve la iniquidad del
mundo”. Entonces, su pobre alegría oscurecida ya de sombras se reduce al tenue
hilo de un manantial que desaparece y se pierde entre la arena... “Mi alma está
triste hasta la muerte”. Mas en el mismo instante, la protesta de una fe
enteramente divina, idéntica al amor “más fuerte que la muerte”, brota de sus
labios: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz: mas no se haga como
quiero sino como Tú quieras”. En suma,
le dice a Dios, pónme cual sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu
vigoroso brazo. Quia fortis est ut mors dilectio, dura sicut informus aemulatio. Me quema la flecha de fuego, una flecha de Yahvé (Cant.
VIII:6). Entonces Jesús se pone de pie radiante de confianza puesto que “su fe
ha vencido al mundo”. Y aquí lo encontramos con la capacidad de consolar a
otros: “Dormid ahora, descansad. He aquí que se acerca la hora; el Hijo del
Hombre va a ser entregado a sus enemigos”. Su alegría está radiante, reanimada,
reavivada, vivificada por su indestructible confianza en Dios.
A lo largo de toda su vida, esta fe
granítica ha sido su fuerza y su sostén; por ella su corazón ha recibido la
alegría que tiene. Acorralado a veces, cercado por el odio, presintiendo la
astucia hasta la náusea, jamás se
descorazonó. El mundo “civilizado”, el Imperio, ha pasado por históricas
vicisitudes sin que Él, según el Evangelio, se haya dignado consagrar una sola
palabra a aquellos “grandes acontecimientos”. Todos los reinos del globo
pudieron, bajo sus ojos, desplegar sus encantos y su “gloria”, sin que Él haya
cedido ni un milímetro a sus encantos. Por el contrario, encontró, en las regiones
profundas de su ser allí donde el Verbo ve, adora y sirve al Padre una alegría, un arrobamiento de júbilo de tal magnitud que ninguna cosa
creada podía darle. Constantemente, a través de todas las pruebas, su confianza
en Dios ha permanecido igual, “sin vicisitud alguna, sin sombra de mudanza”.
Sólo
una vez pudo parecer que su alma se encontró en aprietos pudo
parecer que su confianza basculó y que su júbilo pasó por un verdadero eclipse.
La mayor parte de los exégetas y comentadores que se han tropezado con el quare dereliquistime han creído que en
la hora terrible de las tinieblas supremas, la Palabra divina, visible y
tangible entre los hombres, había tartamudeado. En aquel momento, el penúltimo
de su vida, las vías divinas sobre el Salvador, hasta entonces luminosamente
evidentes, brusca y brutalmente se habrían hecho humo, habrían desaparecido,
tragadas por la nube negra. La
Columna de fuego, lejos de guiar a la humanidad de Cristo en
medio de la noche, se habría, al contrario, convertido en columna tenebrosa,
oscuridad divina, más opaca que la noche, de manera que el Salvador se habría
encontrado “expulsado de la
Alianza, ajeno a los pactos de la Promesa, sin esperanza y
sin Dios en el mundo” (Ef. II:12). El sentimiento de la Presencia Divina y ésta
entendida no sólo como fuente floreciente, incluso a cielo abierto, toda vez
que en Jesús hay plenitud de conciencia mesiánica, como fuente, digo, de
beatitud y de júbilo, de permanente “estremecimiento de alegría en el Espíritu
Santo”, sino también, según conjeturan algunos, fundada en aquel único
instante, sobre la fe sola y que desemboca sobre la sola obediencia así
entendido, tal sentimiento habría abandonado al Señor. Yahvé se habría alejado,
se habría apartado, lejos del Maldito “colgado del Madero”; el Rostro tan
buscado, tan adorado y que, por encima de cualquier otra consideración fue
constantemente deseado, humilde y amorosamente contemplado¾¾aquel
Rostro se habría escondido de Él. Entonces la sombra del Diablo habría cubierto
la cruz; el Hijo monógeno, objeto de odio como antaño lo fue de complacencia,
resultó librado a Satán así como antaño lo fue al Paráclito, habría sido
abandonado a la Potencia
del abismo, librado hasta las profundidades indecibles donde el alma puede
separarse del espíritu (Hebr. IV:12). El peso de nuestros pecados habría pesado
tanto, que terminó con el completo derrumbe espiritual de nuestro Hermano
Mayor. Él mismo había vaciado exhaustivamente, hasta las heces, este cáliz de
completo desamparo esta perfecta tristeza. Y esto a punto tal
que, según Calvino por ejemplo, el Salvador en la cruz habría conocido con
experiencia “sabrosa” la condenación,
la pena de daño, el tormento esencial del infierno: paradoja de un alma
padeciendo la “eterna perdición, lejos de la presencia del Señor y de la gloria
de su poder” (II Tes. I:9). Mas todo eso sin
odio, sin vanos remordimientos, sin la herrumbre del si hubiese sabido¾¾al contrario,
¡enteramente soliviantado con la levadura de la dilección teologal! Como si el
“infierno” del amor entenebrecido no constituyese¾¾más
allá de todo gozo, de toda posibilidad de volverse sobre sí mismo la
realidad misma, nuda y desprendida, de la caridad, por tanto del júbilo, ya no
voluptuoso y “recibiendo la vida” (I Cor. XV:45 porque
es de saber que existe una voluptuosidad espiritual ya no
identificada con la delectación, con la posesión de un “botín” (Filip. II:6),
sino soberanamente “inmotivada”, divinamente libre y espontánea; la alegría de
obedecer, la alegría de amar hasta el sacrificio, la alegría de entregarse, la
alegría completa “puesta” en Dios así como el mundo
está completamente “puesto” en el Maligno (I Jn. V:19) [...]
Así, desde su condición “psicológica”, experimental, mas también adventicia,
contingente y “accidental”, el júbilo se convierte entonces en “ontológico”,
esencial, constitutivo del ser mismo, trascendente y deificante. Como dice
Jesús, permanece, se instala (texto griego de Jn. XV:11). Y,
cuando conocemos el Nombre personal
de este Júbilo, también nos enteramos de que Éste permanece “en el cielo”, como
“testigo”, sin principio ni fin (I Jn. V:7).
Sacrificarse
Tercer
río: la alegría de servir y de sacrificarse. ¿Lugar común? sin duda, pero
también psitacismo. Es como la muerte: lo sabemos demasiado bien y sin embargo
en el fondo no lo creemos. Nuestro corazón se niega. Mirad a los hombres, cómo
viven, como es la “sabiduría de las naciones” que efectivamente merece su
nombre, sapientia gentium, “sabiduría
de los gentiles”: son paganos, bestias sin Dios, con esta filosofía de la
mediocridad “práctica” que nos revela que sólo conviene “prestarle a los
ricos”, que la ley es como la tela de araña que deja pasar a los bichos grandes
y atrapa a los pequeños, que un hombre es feliz, con plenitud de gozo, si es
rico, poderoso y objeto de adulación y, brevemente dicho, si le saca todo el
jugo a la vida, como si fuera una naranja. Ninguna experiencia bastará para
curarnos de estas ilusiones; la más brutal de las evidencias resulta impotente
ante esta fe carnal. Y sin embargo, cuando uno se consagra al servicio de Dios,
cuando uno se niega a sí mismo heroicamente, cuando uno soberanamente suelta su
vida entonces
y recién entonces experimenta lo que constituye la suprema liberación, evita la
ganga, y logra deshacerse de la más pesada porque
esencial carga.
Sólo el servicio, llevado si a mano viene hasta el sacrificio, le confiere al
alma el señorío de modo que tanto le da la vida o la muerte y más
todavía. Quien quema éstas, sus “naves ontológicas” está maduro para la
victoria. Este estado, sencillo, humilde y prosaico, sólo se gesta no
hay otro modo en la matriz del
servicio y del sacrificio: son su maternidad. ¿Quién sacará la cuenta de lo que
cuestan los días y noches de constante inquietud, de espera y de vela, de
empeño, abnegación y sacrificios? Pero, de igual modo, ¿quién podrá calcular
las alegrías únicas, inauditas, de la
Madre? Pues bien, Jesús, con el objeto de inculcarle a los
discípulos la alta conveniencia del servicio y del sacrificio, sembrados en el
dolor, cosechados en el júbilo, instantáneamente recurre a la gozosa esperanza
de los dolores de parto: “La mujer, en el momento de dar a luz, tiene tristeza,
porque su hora ha llegado; pero, cuando su hijo ha nacido, no se acuerda más de
su dolor, por el gozo de que ha nacido un hombre al mundo” (Jn. XVI:21).
Cualquiera que acepta con amor las humildes tareas de su hogar; cualquiera que
se ha convertido en activo hermano de los pobres, de los enfermos, de los
descastados, de los moribundos; sobre todo cualquiera que haya aceptado aquel
género de sacrificios que marcan toda una vida porque
es de saber que existe un carácter,
no ya sacramental, pero sí espiritual, de la caridad teologal que ve a Dios en
nuestros hermanos cualquiera que lo
ha ofrecido todo a Aquel que nos lo dio todo, ha descubierto un manantial de
júbilo que finalmente lo consolará de toda
pena. “No lloréis por mí, mujeres de Jerusalén; puesto que en la hora en que
culmina mi servicio, en la que se completa mi sacrificio, mi júbilo es
indecible. Nunca como ahora la alegría celeste me ha dilatado el corazón, nunca
como en esta hora en la que justamente he renunciado a ella por el honor y la
gloria de mi Padre, por la salud de mis hermanos. Si en Belén los ángeles
cantaron, fue para manifestarse en mi lugar puesto
que por entonces no era sino un gimiente bebé y
entonces celebraron el júbilo que fue mío antes de encarnarme, antes de
humillarme, antes de vaciarme de Mí mismo. En cada instante de esta vida
terrenal, consagrado al Padre por el Hijo y en el Espíritu, cada vez que hice
reír a los niños, que enjugué las lágrimas de los afligidos, que curé enfermos
y liberé pecadores a cada paso que
daba por entonces Me acercaba más y más a esta hora suprema y fue entonces que
conocí las delicias del Espíritu, la beatitud celeste y la alegría simplemente
humana de ver, por Mí, al Padre triunfal, manifestado, glorificado. Y ahora,
hijas de Jerusalén, si vosotras sois capaces de comprender una religión que va
más allá de un sentimentalismo superficial, esta alegría de servir y de
sacrificarme, de llevar la Ley
de mi Padre en el corazón, se consuma en el camino hacia el Calvario si
sois capaces de comprender esto: ¡acábenla con esto de lamentaros por Mí!”
No
caben dudas de que, contemplado desde cierto punto de vista, el Viernes Santo
se levanta ante el telón de la
Historia como un día tenebroso, siniestro, triste y trágico
por excelencia. Mas también veo aquel día, para Jesucristo, como el de su
alegría suprema. Mientras asciende penosamente por la vía “dolorosa”, con lo
último que le quedaba de fuerza, rendido, extenuado, marcado para el matadero,
las plañideras lo agobian con sus sonoros llantos. Pero Él les responde con un
himno triunfal: “No lloréis por Mí, sino por vosotras y vuestros hijos”. Es que
avanzaba como Salomón “en el día del júbilo de su corazón” hacia la coronación
de su vida, hacia lo que debía sellar victoriosa, real, divinamente, toda su
carrera. Se dirigía hacia la perfección para completar esta “Ley que llevaba en
su corazón”. Estaba llegando al umbral del supremo servicio, del sacrificio
perfecto; ¿cómo su alegría no iba a estar alcanzando su plenitud? Y nosotros
mismos, hermanos a los que amo y que se avienen a leerme: si en el fondo de
nuestras almas alguna vez nos hemos estremecido con jubilosa gratitud por haber
podido alegrar y consolar a un pobre y desolado corazón; si la inesperada y
providencial salud de una creatura de Dios abandonada
y solitaria, amenazada por la vergüenza nos
conmovió hasta las entrañas; si hemos conocido la beatitud prometida a quienes
buscan la paz al conducir a alguna alma de buena voluntad que hasta entonces
estaba extraviada, hacia Cristo: entonces estamos en condiciones de atisbar per speculum in aenigmate lo
que indudablemente son las delicias espirituales del Hijo eterno e Hijo del
Hombre, en aquel “gran día de Yahvé”, en aquella hora, única entre todas, de
servicio y de sacrificio, en que va a morir para salvar a su pueblo.
Las obras espirituales de nuestros hermanos
He
aquí el cuarto y último río donde abreva la alegría de Jesucristo: la
exultación que siente ante las realizaciones
espirituales de sus hermanos. De entre todas las alegrías que experimentó
el alma del Redentor alegrías
repartidas como un óleo precioso, como el rocío del Hermón la
más alta es ésta, ya que, habiendo sido originada en y para la santificación de
la especie, es la más espiritual y la más duradera. Se trata del júbilo que
comparten los ángeles del cielo a propósito del arrepentimiento de un solo
pecador. Todas las almas generosas abiertas hacia lo Alto, atraídas por Dios,
ocupadas de su Reino, han bebido de este júbilo soberano, al que ningún otro se
le parece, el gozo ante el bien espiritual de otro. Ahí está Moisés: “Perdona a
mi pueblo su pecado; y si no ¡bórrame del libro escrito por Ti!”. Ahí tienen a
Jonatán, el más encantador de los santos, el más delicioso, el más virgiliano
del Antiguo Testamento, que “en medio del bosque va hacia David y fortalece su
mano en Dios”. Aquí San Pablo quien exclama que “el deseo de mi corazón y la
súplica que elevo a Dios es en favor de los judíos para que sean salvos...
Desearía ser yo mismo anatematizado, lejos de Cristo por mis hermanos”. El
hombre que encuentra su más alta satisfacción ante los progresos de alguno que
camina hacia Dios, aquel que aspira por encima de todo a la conversión de sus
hermanos, a su progreso en la vías divinas, aquel que se emociona hasta las más
dulces lágrimas con el inesperado gozo de la oveja encontrada y la gloria que
se sigue para el Padre del Buen Pastor, aquel cristiano que “padece cada día
ansiosa solicitud por todas las Iglesias” y por todos los fieles, “débil con
los débiles” y que padece “si alguno cae, devorado por el fuego” ése
es quien penetra diáfanamente el secreto de Jesús, Lo sirve con incansable
energía, Lo comprende como a un amigo, vive personalmente el ut gaudium meum in vobis sit et gaudium
vestrum impleatu, y “toma” por fin, realiza, se da cuenta del porqué de la
exultación del Maestro mientras avanza hacia el Gólgota.
Un
episodio evangélico nos muestra al Señor distinguiendo y matizando las diversas
alegrías a las que acceden los creyentes. Los discípulos vuelven de Galilea muy
contentos por haber podido someter a los demonios en su Nombre. Jesús comparte
su satisfacción. Pero, como también sabe cuan inclinado está el hombre a
confundir lo maravilloso con lo sobrenatural y cómo toda espiritualidad
triunfante encubre sutiles peligros, les advierte a los Setenta y Dos: “No
habéis de gozaros en esto de que los demonios se os sujetan, sino gozaos de que
vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc. X:20) y no
aquellos “que serán escritos en la tierra” (Jer. XVII:13). Y en Mt. XI:25, más
claramente aun: “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra porque
encubres estas cosas a los sabios y a los prudentes y las revelas a los
pequeños” esto
último referido a los discípulos por razón de cuanto “habían hecho y enseñado”
en su Nombre y movidos por su Espíritu (Mc. VI:30). Por tanto antes que nada se
alegra sencilla, humanamente, por la buena tarea llevada a cabo por los suyos;
luego, más allá, por razón de la misericordia del Padre hacia los Setenta y
Dos, cuyos nombres se encuentran “escritos en los cielos”; por fin, se regocija
de saber que los humildes son colmados con las gracias más altas, porque han
sido iniciados en el misterio central del cristianismo; de tal modo que el
éxito en sus empresas espirituales, la confirmación de su salud, los dones del
Paráclito distribuido entre los corazones fieles, constituyen otros tantos
jalones, o mejor dicho, sucesivos escalones, que desembocan en esta adhesión de
amor puro a la voluntad de Dios: “¡Sí, Padre, te doy gracias que así lo hayas
querido!”.
Así
es el “cántico de las gradas”; así son las ascensiones
in corde suo, in valle lacrimarum, de virtute in virtutem; así son los
progresos del gozo en el alma de Jesús. Mas ¡cuántos los días tenebrosos, las
noches invernales de esta vida! ¡Cuántas veces, cuando ha querido bendecir a
sus hermanos, éstos se han sustraído o se han negado! Si el joven rico “se va
triste”, deja detrás suyo un corazón aun más triste. Cuando Cristo contempla la
ciudad “que no conoció el tiempo en que fue visitada”, llora sobre ella (el
griego dice “solloza”). Y luego, cuando Judas sale a la noche y clausura tras
de sí las puertas de la misericordia, Jesús no dice palabra, pero piensa:
“Amigo”; y después esa palabra se le escapará en el Jardín de los Olivos. Y sin
embargo, ¡cuántas horas iluminadas por el gozo! Los hijos del Zebedeo lo
visitan y pasan la noche a sus pies... Mateo sale volando para seguirlo,
abandonado su caja de recaudador... ... Zaqueo con una fiesta en el corazón
estalla en balbuceos y, nuevo David, parece bailar delante del Arca viviente
mientras reparte sus sucios dineros entre los pobres. En cada oportunidad Jesús
entra en el gozo de su Padre... Quizá, en aquel momento, mientras se arrastra
sobre la Vía de
la abnegación, se acuerda de la
Samaritana, sentada al borde del pozo patriarcal: ella había
recibido de Él el agua viva; la penitencia y la esperanza despertaban en su
alma una nueva primavera... para Él, ¡qué “alimento” desconocido para el mundo!
Cuando la pecadora, que se aproxima por detrás suyo (no sea que se la expulse)
besa sus pies y los enjuga con sus cabellos, la excelente cena de Simón el
Fariseo permanece intacta sobre la mesa... María Magdalena lo unge con perfume
“para su sepultura”, e instantáneamente su júbilo alcanza su plenitud: porque
la gracia del Hombre-Dios desborda en este corazón de mujer, y la voluntad del
Padre se ha hecho “sobre esta tierra,
como en el cielo” que Él lleva en Sí mismo. Y de repente lo vemos en medio de
la plebe, en compañía de sus verdugos, viendo al Cirineo cargando con la furca que se convertirá en su Cruz,
celebrando extrañamente y mediante un ritual único la primera Misa iniciada
en la cámara alta y completada dentro de un rato cuando esté suspendido entre
María y Juan y, rompiendo las
cadenas del pecado, forzando la entrada al Reino de los cielos, a pocas horas
de aquel gran grito: “Todo es perfecto”, muy cerca de su retorno al Padre y ya
en camino, conoce, más allá de nuestras enclenques y minúsculas emociones, un
júbilo de gigante, inmenso, más formidable que lo que puede soñar el corazón
humano.
Así
es que le aconseja no sólo a las plañideras jerosomilitanas, sino a todos los
cristianos hipnotizados por sus sufrimientos: “¡No lloréis por Mí!”. Mas el
Cristo es “el mismo, eternamente: ayer, hoy, por siempre jamás” (Hebreos
XIII:8). Y su júbilo permanece, como
Él mismo lo ha dicho es cosa eterna
también. Aún cuando ocasionalmente sus motivos han cambiado, Su sustancia
permanece inalterable. Con el cuerpo humillado se ha despojado de la alegría de
su inocencia. La alegría de su fe, de su confianza en Dios, es para nosotros,
sus miembros, desde que está sentado a la derecha de la Majestad Divina, semper vivens ad interpellandum pro nobis.
La exaltación de servir y de sacrificarse se ha apagado con el fuego del
holocausto sobre la Cruz.
Pero simultáneamente, al mismo tiempo, lo que “permanece” es in coelo el
júbilo de verlo al Padre “amándolo así”, y el júbilo correlativo in terra está
constituido por la alegría de conducir a los hombres, sus hermanos (porque es
un corazón humano aquel que late sobre el trono de Dios), a la beatitud, a la
perfecta felicidad espiritual. “Verá el fruto de los tormentos de su alma, y
quedará satisfecho” (Isaías LIII:11).
El
alma impulsiva de Pedro, purificada por las lágrimas que siguieron a su
reniego, es ahora firme y fuerte: “Tú, reafirma a tus hermanos”... Juan, el
hijo del trueno, reparte sobre la tierra la hirviente lava de su amor. Tomás,
titubeando entre dos abismos, cree y marcha derecho delante suyo... Jesús,
“detrás del velo” ve todo eso. Hoy mismo, a través de todos los siglos, el
Salvador glorificado ve nuestros rostros vueltos hacia Él, los ojos llenos de
una oración muda: “Señor, enséñanos a amarte”. Y cuando nos despojamos de toda
malicia, envidia, maledicencia, hipocresía... cuando nos contempla venciendo por la fe Lo
invade y Lo inunda este supremo júbilo. Porque este Dios permanece Hombre.
Así
es la exultación que el Padre “ha preparado para Él desde la creación del
mundo”, el júbilo que ha pagado con su vergüenza y con su Cruz, el arrobamiento
que ya no tendrá límites cuando, Dios todo en todos, la Iglesia de Dios
enteramente rescatada, ya no pecará, nunca más.
Artículo publicado en 1947 en la revista
Études Carmélitaines