(Newman) y otros
No podemos hablar de los santos penitentes y amorosos sin hacer referencia a la
amante Magdalena. "La mujer que era pecadora", que regó los pies del
Señor con sus lágrimas, que los secó con sus cabellos, que lo ungió con un
ungüento precioso. Y todo eso, ¡en qué circunstancias! Ella, que había
ingresado a la sala como con propósito festivo, ¡para realizar una obra de
penitencia! Ocurrió durante un banquete formal, ofrecido por un fariseo rico,
para honrar, pero también para poner a prueba, a Nuestro Señor. Apareció la Magdalena,
joven y bella, y "regocijándose en su juventud", "andando por
los caminos de su corazón y según la contemplación de sus ojos"… Y apareció
como para honrar esa fiesta, como suelen hacer las mujeres que realzan las
fiestas mediante dulces perfumes y frescos ungüentos para la frente y el
cabello de los invitados. Y él, el fariseo altanero, sufrió su presencia pero
no permitió que ella lo tocara;
la dejó pasar como nosotro sufriríamos
el ingreso de animales inferiores a nuestros aposentos, sin prestarles mayor atención;
a lo mejor aguantó eso como un embellecimiento necesario para el
entretenimiento, mas como si ella no tuviese alma, o como si fuese una condenada
a la perdición y en cualquier caso, alguien insignificante para él. Aquel ser
arrogante y los hermanos que eran como él, bien podrían "recorrer mar y
tierra para hacer un solo prosélito", mas en cuanto a contemplar el
corazón de aquel prosélito, en cuanto a compadecerse de su pecado e intentar
curarlo, eso sí que no pertenecía al circuito de sus pensamientos. No: sólo
pensaba en las necesidades de su banquete, y la dejó ingresar a realizar su
parte, sea cual fuere, indiferente respecto de su vida, de tal modo que ella
hizo bien su parte y se limitó a ella. ¿Y bien? Ocurrió algo maravilloso. ¿Acaso
fue resultado de una súbita inspiración o bien, quizás, de una madurada
determinación? ¿Fue un arranque del momento o la resolución de un largo
conflicto? Pues, ¡prestad atención! Mirad cómo aquella pobre creatura culpable,
vestida con muchos colores, se aproxima para coronar con su dulce ungüento la
cabeza de Aquel a quien se lo honra con una fiesta; y ved cómo permanece su
mano. Ha contemplado y discierne al
Inmaculado, al Hijo de la Virgen, al "resplandor de la Luz Eterna y el
inmaculado espejo de la majestad de Dios". Contempla y reconoce al Anciano
de los Días, al Señor de la vida y de la muerte, a su Juez; y luego vuelve a
mirar, y ve en su rostro y en su apostura una belleza y una dulzura tremenda,
serena, majestuosa, mucho más allá de la de los hijos de los hombres, una
belleza que empalidecía todo el esplendor de aquella sala de fiesta. Y luego
mira una vez más,
tímida
pero sin embargo solícitamente, y discierne en su ojo, y en su sonrisa, el amor
benévolo, la ternura, la compasión, la misericordia del Salvador de los
hombres. Luego se mira a sí misma y ¡Dios mío!, se ve vil, horrible, ella que
hasta este momento se había dejado llevar por la vanidad de sus atractivos… y
ahora, ¡cómo se ha marchitado esa hermosura que constituía la alabanza de la
boca de sus admiradores! ¡Cuán odioso se ha vuelto su aliento que hasta
entonces creyó tan fragante y que ahora sólo tiene el sabor de aquellos siete
espíritus que habitan en su interior! Y allí se habría quedado, allí se habría
enterrado, envuelta en su confusión y desesperación, si no fuese que volvió a
dirigir su mirada una vez más hacia
aquel Rostro enteramente amoroso, todo-perdón. Él la está mirando: es el Pastor
contemplando a sus ovejas perdidas y las ovejas perdidas que se rinden ante Él.
No habla, pero la mira; y ella se le acerca aun más. ¡Oh ángeles del cielo,
regocijaos, que ella se acerca, no viendo otra cosa sino a Él solo, sin
importarle nada el desprecio de los orgullosos, ni las bromas de los disolutos!
Se acerca más, sin saber si será salvada o no, sin saber si será recibida ni
qué será de ella; sólo sabiendo una cosa: que Él es la Fuente de la santidad y
de la verdad, como de la misericordia, y al que ella debe recurrir, pues ¿quién
otro tiene palabras de vida eterna? "Tu ruina, oh Israel, viene de ti, y
sólo de Mí tu socorro. (Oseas XIII:9) "Conviértete y no os miraré con
rostro airado, porque soy misericordioso, no me airaré para siempre." "He
aquí que volvemos a Ti; porque Tú eres Yahvé, nuestro Dios. De veras, eran
embustes los collados y el bullicio en los montes; sólo en Yahvé, nuestro Dios,
está la salvación de Israel." (Jer. III: 12, 22-23) ¡Qué admirable
encuentro
entre lo que era más bajo y lo que es más puro! Aquellas manos concupiscentes, aquellos
labios contaminados, han tocado, han besado los pies del Eterno y Él no se ha
retraído del homenaje que se le tributa. Y mientras se inclinaba sobre sus
pies, y mientras los humedecía con sus ojos lacrimosos, ¡cómo su amor por Uno
tan grande, y con todo, tan gentil, se encendió vehementemente en su interior,
prendiendo una llama que nunca moriría desde aquel mismo momento y por siempre
jamás! ¡Y qué excesos no alcanzó ese amor cuando Él registró delante de todos
los hombres su perdón, y cuál era la causa! "Se le ha perdonado mucho
porque ha amado mucho; mas a quien se perdone poco, ama poco. Tus pecados se
tan perdonado; tu fe te ha salvado, ve hacia la paz." (Lc. VII:47-50). Y
desde entonces, mis hermanos, el amor sería para ella, como luego para San
Agustín y para San Ignacio de Loyola (los grandes penitentes de su tiempo) como
una herida en el alma, tan llena de deseo estaba como para convertirse en una
suerte de angustia. Ya no podía vivir sin la presencia de Aquel en quien tenía
puesto todo su gozo: su espíritu languidecía por Él cuando ya no podía verlo; y
ni bien contó son su bendita Presencia lo sirvió con reverencia, con añoranza,
con empeño. De ella (si era ella) leemos que en una ocasión, estaba sentada a
sus pies para oír sus palabras y allí se oyó el testimonio de las palabras de
Él en el sentido de que ella había elegido la mejor parte que no le sería
quitada. Y después de su resurrección, ella, por su perseverancia, mereció
verlo incluso antes que los Apóstoles. Se negaba a dejar el sepulcro cuando
Pedro y Juan se retiraron, sino que, María se había quedado
afuera, junto al sepulcro, y lloraba. Mientras lloraba, se inclinó hacia el
sepulcro, y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados el uno a la cabecera,
y el otro a los pies, donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Ellos le
dijeron: "Mujer, ¿por qué lloras?". Díjoles: "Porque han quitado
a mi Señor, y yo no sé dónde lo han puesto." Dicho esto se volvió y vio a
Jesús que estaba allí, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dijo: "Mujer
¿por qué lloras? ¿a quién buscas?" Ella, pensando que era el jardinero, le
dijo: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo
llevaré." Jesús le dijo: "Mariam". Ella, volviéndose, dijo en
hebreo: "Rabbuní", es decir: "Maestro." Jesús le dijo:
"No me toques más, porque no he subido todavía al Padre; pero ve a
encontrar a mis hermanos, y diles: voy a subir a mi Padre y vuestro Padre, a mi
Dios y vuestro Dios." María Magdalena fue, pues, a anunciar a los
discípulos: "He visto al Señor" y lo que Él le había dicho.