domingo, 14 de marzo de 2010
SAN FRANCISCO DE SALES HUMILDAD INTERIOR
San Francisco de Sales
La humildad más interior
Pero tú deseas que te conduzca más adelante por el camino de la humildad, pues todo lo que he dicho es más bien prudencia que humildad; ahora, pues, iremos más allá. Muchos no quieren ni se atreven a pensar y a considerar las gracias que Dios les ha hecho en particular, por temor a volverse engreídos, y en esto se engañan porque, corno dice el gran Doctor Angélico, el verdadero medio para alcanzar el amor de Dios, es la consideración de los bienes que hemos recibido de Él; cuanto más los conozcamos, más lo amaremos; y como que los regalos recibidos personalmente conmueven más que los comunes, deben ser considerados con más atención.
En verdad, nada puede hacernos tan humildes delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como ver la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo bueno que Dios ha puesto en nosotros nos ensoberbezca, mientras tengamos bien presente que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan los burros de ser animales pesados y mal olientes, por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos hace crecer en la humildad, pues el conocimiento engendra el reconocimiento. Pero si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será recordar nuestras ingratitudes, nuestras imperfecciones y de nuestras miserias.
Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, veremos con claridad que lo que hemos practicado cuando ha estado con nosotros no es mérito nuestro ni de nuestra propia cosecha. Nos alegraremos, claro está, de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más que a Dios, porque El es el único autor. La Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce únicamente para humillarse y glorificar a Dios: "Mi alma -dice- glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes."
Decimos muchas veces que no somos nada, que somos la miseria y el desecho del mundo, pero nos dolería mucho que alguien hiciese suyas nuestras palabras y anduviese diciendo de nosotros lo que somos. Al contrario, hacemos como quien huye y se esconde, para que vayan en pos de nosotros y nos busquen: fingimos que queremos ser los últimos y que queremos ocupar el postrer lugar en la mesa, pero con el fin de pasar honrosamente al primero. La verdadera humildad no dice muchas palabras humildes, porque no sólo desea ocultar las otras virtudes, sino también y principalmente desea ocultarse ella misma, y, si le fuese lícito mentir, fingir o escandalizar al prójimo, haría actos de arrogancia y de soberbia, para esconderse y vivir totalmente escondida.
He aquí, pues, mi consejo, Filotea: o no digamos palabras de humildad, o digámoslas con un verdadero sentimiento interior, de acuerdo con lo que pronunciamos exteriormente; no bajemos nunca nuestros ojos, si no es humillando nuestro corazón; no aparentemos que deseamos ser los últimos, si no lo queremos ser de verdad. Conceptúo tan general esta regla, que no hago ninguna excepción, únicamente añado que, a veces, exige la cortesía que demos la preferencia a aquellos que evidentemente no la tendrían, pero esto no es ni doblez ni falsa humildad, porque entonces el solo ofrecimiento del lugar preferente es un comienzo de honor, y, puesto que no es posible darlo todo entero, no es ningún mal darles su comienzo. Lo mismo digo de algunas palabras de honor o de respeto, que, en rigor, no parecen verdaderas, pero lo son, con tal que el corazón de aquel que las pronuncia tenga intención de honrar y respetar a aquel a quien las dice; porque, aunque ciertas palabras signifiquen con algún exceso lo que decimos, no faltamos, al decirlas, cuando la costumbre lo requiere. Además de esto, quisiera yo que nuestras palabras se ajustasen, en la medida de lo posible, a nuestros afectos, para practicar siempre, en todo, la humildad y el candor del corazón. El hombre humilde preferirá que otro diga de él que es miserable, que no es nada, que no vale nada, a decirlo él de sí mismo; o, a lo menos, cuando sepa que lo dicen, procurará no desvanecerlo, y consentirá en ello de buen grado; porque, puesto que él así lo cree firmemente, está contento de que los demás sean del mismo parecer.
Muchos dicen que dejan la meditación y la oración mental para los más perfectos, porque no son dignos de ella; otros dicen que no se atreven a comulgar con frecuencia, porque no se sienten lo bastante puros; otros añaden que a causa de su miseria y fragilidad, temen deshonrar la devoción si la practican; otros se niegan a emplear sus talentos al servicio de Dios, porque, según afirman, conocen su flaqueza y tienen miedo de ensoberbecerse si son instrumentos de algún bien, y temen quedarse a oscuras, mientras iluminan a los demás. Todas estas cosas son artificiales y esta especie de humildad no solamente es falsa, sino, además, maligna, con la cual pretenden, tácita y sutilmente, desacreditar las cosas de Dios, o, a lo menos, cubrir, con la capa de humildad el amor propio que hay en su carácter y en su indolencia. "Pide al Señor una señal de lo alto de los cielos o de lo profundo del mar", dijo el Profeta al desdichado Acaz, y él respondió: "No la pediré ni tentaré al Señor." ¡Oh, el malvado! Finge una gran reverencia a Dios, y, con el pretexto de humildad, se excusa de aspirar a la gracia, a la cual le invita la divina bondad. Pero, ¿quién no ve que, cuando Dios quiere hacernos mercedes, es orgullo el rehusarlas?, ¿que hemos de aceptar los dones de Dios y que la humildad consiste en obedecer y en seguir tan de cerca, como es posible, sus deseos? Pues bien, el deseo de Dios es que seamos perfectos, uniéndonos a Él e imitándolo cuanto podamos. El orgulloso que se fía de sí mismo no quiere emprender nada; pero el humilde es tanto más animoso, cuanto más impotente se reconoce, y, cuanto más miserable se considera, tanto más valiente es, porque tiene puesta toda su confianza en Dios, que se complace en hacer resplandecer su omnipotencia en nuestra debilidad y en levantar su misericordia sobre el pedestal de nuestra miseria. Conviene, pues, que nos atrevamos humilde y santamente a hacer todo lo que nuestro guías espirituales creen favorable a nuestro aprovechamiento.
Pensar que sabemos lo que ignoramos, es una necedad evidente; querer darnos de sabios en lo que no conocemos, es una vanidad intolerable. Yo no quisiera hacer el sabio aun en lo que sé, pero tampoco hacerme el ignorante. Cuando la caridad lo exige, se ha de enseñar sinceramente y con dulzura al prójimo, no sólo lo que necesita para su instrucción, sino también lo que le es útil para su consuelo. La humildad que esconde y encubre las virtudes, para conservarlas, las hace, no obstante, aparecer, cuando la caridad lo exige, para aumentarlas, engrandecerlas y perfeccionarlas. En esto, se parece a un árbol de la isla de Tilos que, por la noche, oprime y mantiene cerradas sus bellas flores rojas, y no las abre hasta que sale el sol, de manera que los habitantes de aquella región dicen que estas flores duermen de noche. Asimismo, la humildad cubre y oculta todas nuestras virtudes y perfecciones humanas, y nunca las deja entrever, si no es obligada por la caridad, la cual, como no es una virtud humana sino celestial, no moral sino divina, es el verdadero sol de todas las virtudes, sobre las cuales siempre ha de dominar, por lo que la humildad que daña a la caridad es indudablemente falsa.
Yo no quiero ni parecer necio ni parecer sabio, porque si la humildad me impide parecer sabio, la simplicidad y la sinceridad me impiden parecer necio; y, si la vanidad es contraria a la humildad, el fingimiento, la afectación y la ficción son contrarias a la simplicidad y a la sinceridad. Si algunos siervos de Dios se han fingido locos, para hacerse más abyectos a los ojos del mundo, es necesario admirarlos, pero no imitarlos, pues ellos han tenido motivos para llegar a estos excesos, los cuales son tan particulares y extraordinarios, que nadie ha de sacar de ello consecuencias para sí. En cuanto a David, si bien danzó y saltó delante del Arca de la Alianza, no lo hizo porque quisiera parecer loco, sino que, sencillamente, hizo aquellos movimientos exteriores, en consonancia con la extraordinaria y desmesurada alegría que sentía en su corazón. Y cuando Micol, su esposa, se lo echó en cara, como si fuese una locura, él no se afligió al verse humillado, sino que, perseverando en la ingenua y verdadera demostración de su gozo, dio testimonio de que estaba contento de recibir un poco de oprobio por su Dios. Por lo tanto, te digo que si por los actos de una verdadera y sencilla devoción, te tienen por tonta o loca, la humildad hará que te alegres de esto.
tomado de stat veritas
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