sábado, 10 de abril de 2010
(74) Gracia y libertad –IX. Santa Teresa del Niño Jesús. 3
–Esta Santa pequeñita es una Santa pero que muy grande.
–Coincide usted con el Papa San Pío X: es «la santa más grande de los tiempos modernos». Y la más joven de los treinta y tres doctores de la Iglesia, pues murió a los veinticuatro años.
Continuamos contemplando en Santa Teresita la obra maravillosa de la gracia de Dios.
Santificada con mediaciones escasas. Algunas expresiones de Santa Teresita son sumamente audaces, y ella es consciente de ello. «Tal vez juzguéis exageradas mis expresiones… Pero yo os aseguro que en mi pequeña alma no hay exageración alguna; todo en ella está tranquilo y sereno. Al escribir, me dirijo a Jesús y le hablo a él; así me resulta más fácil expresar mis pensamientos» (IX,1v).
La gracia de Dios obra en ella maravillas en la Eucaristía, los sacramentos, en su familia, en la observancia fiel de la vida en el Carmelo, etc. Pero aparte de esos medios fundamentales, se sirve de medios muy escasos. No tiene director espiritual, tampoco lee muchos libros, fuera de los santos Maestros carmelitas. Tiene una especie de inapetencia crónica para leer diversos libros que la biblioteca del monasterio le ofrece.
«En medio de esta mi impotencia, la Sagrada Escritura y la Imitación de Cristo vienen en mi ayuda. En ellos encuentro un alimento sólido y completamente puro. Pero lo que me sustenta en la oración es por encima de todo el Evangelio. En él encuentro todo lo que necesita mi pobre alma. Siempre descubro en él nuevas luces de sentidos ocultos y misteriosos. Comprendo, y sé por experiencia, que “el reino de Dios está dentro de nosotros” [Lc 17,21]. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. El es el Doctor de los doctores. Enseña sin ruido de palabras. Nunca le oigo hablar, pero sé que está dentro de mí. Me guía, y me inspira en cada instante lo que debo decir o hacer. Justamente en el momento que las necesito [no antes, no le da nunca provisiones], me hallo en posesión de luces cuya existencia ni siquiera habría sospechado. Y no es precisamente en la oración donde se me comunican abundantemente tales ilustraciones; las más de las veces es en medio de las ocupaciones del día…» (VIII,83rv).
Privilegiada inmensamente por el amor de Dios misericordioso. A su hermana Paulina, la que más influyó en su educación cristiana de niña y adolescente, y ahora su Priora del Carmelo, M. Inés de Jesús, le confiesa: «¡Oh, Madre mía querida! Después de tantas gracias ¿no podré yo cantar con el salmista: “El Señor es bueno y eterna es su misericordia” [Sal 117,1]?…. Creo que si las demás criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, Dios no sería temido de nadie, sino amado con locura. Y amándole, no temiéndole, ninguna alma llegaría a ofenderle… Comprendo, sin embargo, que no todas las almas pueden parecerse. Es necesario que haya diferentes modelos, a fin de honrar especialmente cada una de las perfecciones de Dios. A mí me ha dado su misericordia infinita, y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas. Así, todas se me presentan radiantes de amor. Hasta la Justicia –y tal vez ella más que ninguna otra– me parece revestida de amor» (VIII,83v).
«Vos conocéis los ríos, o mejor, los océanos de gracia que han inundado mi alma… Siento que el Amor me penetra y me rodea. Me parece que ese Amor Misericordioso renueva y purifica a cada instante mi alma, no dejando en ella traza de pecado. Por eso, no puedo temer el purgatorio. Sé que por mí misma ni siquiera merecería entrar en ese lugar de expiación, al que sólo tienen acceso las almas santas. Pero sé también que el fuego del Amor es más santificante que el purgatorio. Sé que Jesús no puede desearnos sufrimientos inútiles, y que no me inspiraría los deseos que siento si no estuviese dispuesto a colmarlos» (VIII,84r).
«Madre mía: Jesús ha concedido a vuestra hija la gracia de penetrar las misteriosas profundidades de la caridad. Si me fuese posible expresar todo lo que me es dado a entender, oiríais una melodía celestial» (XI,18v). «¡Oh Jesús mío! Tal vez sea una ilusión, pero creo que no podéis colmar a un alma de más amor del que habéis colmado la mía. Por eso me atrevo a pediros que améis a los que me disteis como me amáis a mí misma» (XI,35r)… «Pido a Jesús que me atraiga a las llamas de su amor, que me una tan estrechamente a sí que sea él quien viva y obre en mí». El Amor divino hará en Teresita y con ella todas las obras que quiera, «porque un alma abrasada de amor no puede permanecer inactiva» (XI,36r). Y sin embargo…
Noche oscura, ausencia habitual de consolaciones sensibles. «No creáis que nado en medio de las consolaciones. ¡Oh no! Mi consolación es no tenerla en la tierra [Es la gracia especial que pidió en su primera comunión, haciendo suya una frase de la Imitación IV,16,2]».(IX,1r). El Señor «permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas… Y esta prueba no debía durar sólo unos días o unas semanas: no se extinguirá hasta la hora marcada por Dios… y esa hora no ha sonado todavía. Quisiera poder expresar lo que siento, pero, ¡ay!, creo que es imposible. Es preciso haber peregrinado por este negro túnel para comprender su oscuridad» (X,5v). «Madre querida, tal vez os parezca que exagero la congoja de mi alma. De hecho, si me juzgáis por los sentimientos que expreso en las poesías que he compuesto este año, os debo parecer un alma llena de consolaciones, para quien casi se ha rasgado el velo de la fe».
«Y sin embargo, no es ya un velo, es un muro que se eleva hasta el cielo y me oculta el firmamento estrellado. Cuando canto la felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios, no experimento alegría alguna, porque canto simplemente lo que deseo creer. Algunas veces, es verdad, un pequeñito rayo de sol viene a esclarecer mis tinieblas; entonces la prueba cesa por un instante. Pero inmediatamente, el recuerdo que trae consigo este rayo de luz, en lugar de causarme gozo, hace aún más espesas mis tinieblas. Nunca había experimentado como ahora qué dulce y misericordioso es el Señor. No me mandó este martirio interior antes, sino en el momento en que me encuentro con fuerzas para soportarlo, pues de haber sido antes, creo que me hubiera hundido en el desaliento. Al presente, este tormento limpia todo lo que de satisfacción natural pudiera haber en el deseo que tengo del cielo. Me parece que ahora ya nada me impide volar, pues no tengo grandes deseos, excepto el de amar hasta morir de amor (9 de junio [1895])» (X,7v).
El Señor le muestra su vocación personal: ser el amor en la Iglesia. Santa Teresita, aunque era tan consciente de su pequeñez y debilidad, confiesa con todo atrevimiento: «Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es así… Yo siento en mí otras vocaciones. Siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir… Siento en mí la vocación de sacerdote… ¡Oh, Jesús, amor mío, vida mía! ¿cómo hermanar estos contrastes? ¿Como realizar los deseos de mi alma pobrecita? Tengo vocación de apóstol, quisiera recorrer la tierra, plantar tu cruz gloriosa en tierra infiel. Pero, Amado mío, una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo… Quisiera ser misionero, y no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir siéndolo hasta la consumación del mundo» (IX,10v).
Así escribía en su celda la que sería, con toda razón, Patrona universal de las misiones católicas… «¡Jesús, Jesús! ¿qué responderás a todas mis locuras? ¿Hay acaso un alma más pequeña e impotente que la mía? Y no obstante fue precisamente esta mi debilidad la que te movió siempre, oh Señor, a colmar mis pequeños deseos, y la que te mueve hoy a colmar otros deseos míos más grandes que el universo» (IX,3r). Una vez más, el Señor responde a los deseos que en ella había infundido, mostrándole el himno paulino de la caridad, 1 Corintios, 12-13:
«Por fin había encontrado el descanso para mi alma… Considerando el cuerpo místico de la Iglesia, no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por San Pablo; o mejor dicho, creía reconocerme en todos. La caridad me dió la clave de mi vocación… Comprendí que la Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor… Comprendí que el amor encierra todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que el amor abarca todos los tiempos y todos los lugares, en una palabra, que el amor es eterno. Entonces, en un transporte de alegría delirante, exclamé: ¡Oh, Jesús, amor mío! Por fin he encontrado mi vocación; mi vocación es el amor. Sí, he hallado mi lugar en la Iglesia. Dios mío, vos mismo me lo habéis enseñado. En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor. Así lo seré todo, así mi sueño se verá realizado» (IX,3v).
Un caminito humilde santo y santificante para los pequeños. Y para todos. «Siempre he deseado ser una santa», confiesa Santa Teresita, al mismo tiempo que declara su pequeñez y debilidad tan grandes. Y el ser consciente de su mínima condición personal, «en vez de desanimarme, siempre que lo he pensado, me ha llevado a esta reflexión: Dios no puede inspirar deseos irrealizables. Por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Crecer me es imposible. He de soportarme a mí misma tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero hallar el modo de ir al cielo por un caminito muy recto, muy corto; por un caminito del todo nuevo (je veux chercher le moyen d’aller au Ciel par une petite voie bien droite, bien courte, una petite voie toute nouvelle). Estamos en el siglo de los inventos». Ahora en vez esforzarse subiendo escaleras, basta con tomar el ascensor. «Yo quisiera encontrar también un ascensor para llegar hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir la ruda escalera de la perfección. Entonces busqué en los Sagrados Libros… y hallé estas palabras: “el que sea pequeñito que venga a mí” [Prov 9,4]» (X,2v).
«Madre, yo soy demasiado pequeña para sentir vanidad, soy demasiado pequeña también para hacer frases bonitas con el fin de hacerle creer que gento una gran humildad. Prefiero reconocer con toda sencillez que el Todopoderoso ha obrado grandes cosas en el alma de la hija de su divina Madre; y la más grande de todas es precisamente haberle dado a conocer su pequeñez y su impotencia» (X,4r).
Santa Teresita habla de su invento con ironía, en broma, pues en realidad de ningún modo lo entiende ella como un camino nuevo. Ya desde niña, antes de la primera comunión, le han inculcado «el medio para llegar a ser santa por la fidelidad en las más pequeñas cosas» (IV,33r). Y bien sabe ella que todos los santos han llegado a la santidad experimentando y descubriendo la infinita Misericordia divina en la insondable miseria del ser humano. Todos los santos se reconocen como un niño analfabeto, que solo puede escribir algo válido si su mano es llevada por la mano de Dios. Pero algunos ha habido que no captaron la broma. Un cierto autor francés, por ejemplo, escribió un libro sobre la espiritualidad de Santa Teresita, dándole por subítitulo flamante un chemin entiérement nouveaux, descubierto, por cierto, en Francia. En realidad, Teresita, en el sentido etimológico más preciso, inventa = encuentra, en medio de una selva de católicos voluntaristas, pelagianos o semipelagianos, y de luteranos, quietistas, jansenistas, etc., el camino verdadero de la fe católica. No hay otro. No hay en la Iglesia otro camino de perfección que el de la infancia espiritual. «Si no os hiciéreis como niños, no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 18,3). Está claro.
Amor al prójimo. Se preguntaba Santa Teresita, ¿cómo amar al prójimo como Jesús le amó? Parece un mandato imposible de cumplir. El Concilio de Trento afirma que «Dios no manda cosas imposibles», porque Él hace posible por su gracia su cumplimiento (Denz 1536). Y así es como nuestra santa y joven Doctora responde a su pregunta. Los mandamientos son gracias externas, por las cuales Cristo nos revela aquello que, asistiéndonos con su gracia interna, quiere Él obrar en nosotros y con nosotros.
«¡Ah Señor! Sé que no mandáis nunca nada imposible. Conocéis mejor que yo misma mi debilidad. Sabéis que nunca podría amar a mis Hermanas como vos las amáis, si vos mismo, oh Jesús, no las amáis también en mí. Y porque queríais concederme esta gracia, por eso impusistesis un mandamiento nuevo. ¡Oh, con qué amor lo acepto, pues me da la certeza de que es voluntad vuestra amar en mí a todos los que me mandáis amar! Sí, lo experimento: cuantas veces yo soy caritativa, es Jesús quien obra en mí. Y cuanto más unida estoy a él, tanto más amo a mis Hermanas» (X,12r).
«He notado, y es muy natural, que las Hermanas más santas son las más amadas… Por el contrario, a las almas imperfectas no se las busca… se evita su compañía… Pues ved la conclusión que saco de todo esto: En la recreación, en la licencia, debo buscar la compañía de las Hermanas que me son menos agradables y cumplir con esas almas heridas el oficio del buen Samaritano. Una palabra, una sonrisa amable, bastan a veces para alegrar un alma triste… Deseo ser amable con todas –particularmente con las Hermanas que me son menos agradables– para complacer a Jesús y seguir el consejo que él nos da en el Evangelio [Lc 14,12-14; Mt 6,4]» (XI,27v-28r).
Seguiremos, Dios mediante.
José María Iraburu, sacerdote
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